El régimen constitucional del setenta y ocho sufre contradicciones insalvables, toda vez que las bases institucionales y políticas en que descansa carecían de suficiente urdimbre. La transición fue un apaño coyuntural, un falso compromiso que ha coadyuvado poderosamente a la quiebra final, al relegar una y otra vez por la cobarde mediocridad de su clase política la cuestión decisiva, no otra que la nacional en lo que representa de unidad de la soberanía como clave de un proyecto común. Lo hizo la transición en el plano interno, pero también tuvo mucho que ver la componenda europeísta de una Unión artificiosa en sus delirios supranacionales, cuyo logro después de medio siglo de vida ha sido, en lugar de vertebrar una estructura institucional con auténticos valores, favorecer la desintegración de entidades nacionales absolutamente necesarias para la viabilidad y fortaleza del ideal europeo. España, Italia, Bélgica, incluso las potencias fundadoras de Francia y Alemania, padecen las gravísimas tensiones a que ha conducido el buenismo subyacente a la fantasmagoría de lo que se calificó de “Europa de las regiones”, como mosaico de una peregrina diversidad aldeana, conducente por fuerza a la atomización y la ruptura.

Para nuestro país no es la quiebra del régimen actual lo decisivo en última instancia, dado que es preciso asumirla como vicio de origen. En España el auténtico drama derivado de la actual coyuntura es la descomposición del Estado, hecho sobre el que a estas alturas ni siquiera llevaría a parte alguna buscar culpables, aun no siendo difícil hallarlos en el separatismo, la deslealtad de una izquierda liberticida, incluyendo lo poco que el PSOE tuvo y tiene de socialdemócrata, o el entreguismo miope de una derecha incapaz de superar el complejo de una filiación franquista que jamás pudo ni podría negar. Cosa distinta es el juicio histórico, moral y político, que puedan merecer tales raíces.

Para España, la descomposición acelerada del Estado bajo un socialismo radicalizado por el oportunismo de una facción de arribistas dueña de los resortes del poder, constituye la verdadera tragedia, como anuncio de un retroceso probablemente de décadas en el terreno económico y de la paz social, así como respecto a la estabilidad interna o nuestro papel en la escena internacional. Los síntomas están ahí, constatados en la obscena realidad del día a día. Es por ello que, a fin de evitar el acto final de una autofagia fatídica, es preciso superar el régimen que ha fracasado en lo político y lo institucional, para forzar una salida que despeje incógnitas y ambigüedades. ¿Salida monárquica, actualizando el pacto constitucional del setenta y ocho?; vaya y pase, en aras del Estado de derecho y las libertades civiles. Mas ¿por qué no otra republicana, en una legítima versión conservadora, centralista y presidencialista, basada en el protagonismo y fortaleza de las instituciones que representan los grandes pilares del Estado?

¡Ah, la Francia siempre jacobina cuando no bonapartista!