A nadie se le escapa que eso de ser ecologista en el medio rural es equivalente al peor de los insultos. Los ecologistas hemos sido los causantes de que tiraran topos desde aviones para que tuvieran comida las rapaces en vías de extinción. Y claro, dónde vas a comparar, donde esté una patata que se quite un águila real.

La mala fama de los ecologistas es tal que cuando hay una denuncia de un delito medioambiental, y alguien se pregunta: “¿pero quién habrá sido?” (la denuncia, no el delito), la respuesta es siempre: “¡Quién va a ser, los ecologistas!”, como si en realidad fuéramos una especie aparte capaz de ver las cosas malas en la Naturaleza, razón suficiente para que esas cosas malas existan (solo por verlas).

Con esto del cambio climático, nuestro prestigio ha aumentado algo y, aunque en secreto, mucha gente ha empezado a preguntarse qué parte de la película se perdieron para que al final los ecologistas tuvieran razón con sus malos augurios

Este verano me enteré de que en mí en mi pueblo me llamaban el pisaprados, y el mote me hizo bastante gracia a pesar de que no sea cierto porque la verdad es que pisarlos los piso poco, no soy tan incivilizado: me gustan más los caminos. Y más gracia me hizo cuando me dijeron quiénes me llamaban así: los mismos que, pase lo que pase, siguen manteniendo costumbres tan ancestrales como poner cepos capaces de partir una pierna en dos, matar animalitos en casa para venderlos a particulares sin pasar por el veterinario o guardar lobos en el congelador esperando que alguien pague 6.000 euros. No se asusten, todas estas cosas son normales en muchos pueblos.

Con este ambientazo de fobia hacia el ecologismo, recoger firmas contra un proyecto especulativo en medio del campo se presentaba como una tarea un tanto peligrosa, y eso que en este menester no estaba solo. Aunque lo realmente peligroso es que tu madre viva en el pueblo, porque seguro que le van a llegar todo tipo de comentarios (las madres se enteran de todo), y se puede enfadar bastante, tanto con su hijo como por tener que defenderlo.

En fin, tan mal pintaba el asunto al principio que a punto estuve de tirar la toalla a la primera de cambio, más que nada por no tener un disgusto familiar parecido al día que decidí no dar la primera comunión, aunque luego finalmente la diera.

Pronto me di cuenta, sin embargo, de que no era para tanto. Sí, vamos a ser claros: los ecologistas seguimos siendo los culpables de la mayoría de los acontecimientos negativos, por no permanecer atados a un árbol cuando están a punto de cortarlo, por no ponernos de rodillas en medio de una línea de alta velocidad que se lleva todo por delante, y también por todo lo contrario. Pero a pesar de nuestra reconocida incapacidad tanto para impedir desastres como para admitir que los desastres son inevitables, lo cierto es que con esto del cambio climático, nuestro prestigio ha aumentado algo y que, aunque en secreto, mucha gente ha empezado a preguntarse qué parte de la película se perdieron para que al final los ecologistas tuvieran razón con sus malos augurios.

Llevábamos ya algunas firmas recaudadas cuando mi madre entró en acción de manera sorprendente. Una vecina le dijo, refiriéndose a mí: “Es que nos tenía que haber reunido, para explicarnos las cosas bien”, a lo que mi madre respondió: “Osea que lo habéis tratado de loco y ahora queréis que os reúna, ¿para qué, para tirarle piedras?”.

Y lo más grave: mi madre se ufanaba de haber dicho esto con toda naturalidad, porque lo que ella de verdad pensaba es que si estás en contra de que nos quiten algo, no hay por qué tener miedo a firmar para que nos lo devuelvan. Así de sencillo.

Juro que jamás he tratado de cambiar el modo de pensar de mi madre. Y menos ahora, que ella pasa de los 80.

A este conato de defensa de un activista ecologista (su hijo) le sucedieron otros. Ya avanzada la recolección de las firmas, se presentó en el pueblo un hombre de otro pueblo con unas firmas para entregar. Un grupo de antiecologistas estaba tomando cervezas a las puertas de la tienda-bar y este hombre les preguntó por la persona encargada de recoger los papeles. “¡¿Pero hombre, tú también vas a firmar?!”

Me imagino a este grupo temiendo que el mal del ecologismo se hubiera extendido más de la cuenta y ellos sin saberlo.

El asunto es que este hombre, al llegar a casa, se lo contó a mi madre. Y al poco, allí que estaba mi madre, a la puerta de la taberna para recriminar la actitud de quienes coaccionaban a otros para que no firmasen. “Que no firmen si no quieren, pero que no presionen a nadie para que no firme”, debieron ser sus palabras, según me contaron.

Cualquier teoría de que el cerebro se endurece a partir de una cierta edad queda desmontada con este ejemplo. Tampoco sé si mi madre llegará o no a militar en las filas ecologistas más radicales pero lo cierto es que, eso seguro, no va a tolerar que delante de ella la palabra ecologista sea sinónimo de chanza o de insulto.