Este verano, una vez más, no ha venido muy normal. Dejando aparte el hecho de que el significado de la palabra normal es diferente dependiendo de cada uno, está claro que este verano nos sigue recordando que vivimos tiempos extraños. Si nos quedaba alguna duda, solo había que poner la tele y ver cómo se celebraban unas olimpiadas en año impar donde las gradas desiertas están adornadas con esplendorosos cartelones de Tokio 20. No puedo evitar que me recuerde esa sensación del mes de enero cuando no dejo de corregir el último dígito del año por la costumbre instaurada durante doce meses. Esta vez no era por error, sino porque el COVID nos ha descolocado a todos, en todos los lugares. O quizás sea que la descolocada sea yo por no entender algunas obviedades.

Sin embargo, no creo ser la única. Allá, en mi retiro anual, repito tradiciones ancestrales como ver retransmisiones deportivas de disciplinas variopintas, a lo que agradezco poder llenar vacíos en conversaciones inesperadas. Al igual que el mundo de la danza, siempre me atrajo la gimnasia y, aunque me confieso nostálgica y pienso que como Nadja y la elegancia de las antiguas figuras de la disciplina no hay nada, veo a las jóvenes figuras con renovados estilos, menos depurados pero más potentes. Como queda entre yo conmigo misma, no hay nada que discutir.

La actualidad descolocada se centró en la gimnasta Simone Biles y sus problemas con los twisties. Así, en bañador y casi en diferido por la diferencia horaria, hemos descubierto el significado del problema que sufren más gimnastas de las que lo quieren confesar, que se podría resumir en que pierden las referencias cuando están en pleno vuelo tras innumerables piruetas, por lo que pierden el control de saber cómo y dónde van a tomar tierra o siquiera en qué parte de la pirueta se encuentran. Como si se tratara de una curiosa metáfora de nuestra realidad, no dejo de imaginarme al mundo o, desde luego, a mí misma metida en una centrifugadora del destino que ha tenido a bien agitarnos tanto que ya no sabemos en qué punto estamos dentro del triple tirabuzón.

Decía Olivia Podmore, ciclista neozelandesa de 24 años, que el sentimiento de ganar es difícilmente comparable con cualquier otro, pero cuando se pierde, te lesionas, cuando no cumples las expectativas de la sociedad…

A nadie se le escapa que, tanto bailarines como deportistas, donan una parte importante de su vida a la disciplina que practican. En el camino suelen perder muchas de esas cosas que los demás tenemos por normales y que para ellos y ellas quedan terminantemente prohibidas, además de asumir la duda eterna de si merece la pena ese sacrificio para un supuesto bien superior. Quien más quien menos, hemos conocido de cerca a alguien que ha tenido que plantearse si le era asumible la innumerable cantidad de renuncias habituales para luchar por un éxito poco probable. Todo ello sin ser chinos o rusos, donde el sacrificio no solo se escribe en otras grafías, sino que se tatúa con sangre y sudor dentro de estructuras de dudoso funcionamiento.

Aun así, parece sorprender la situación sobrevenida de la gimnasta norteamericana, quizás porque hasta ahora parecía hecha de cemento armado ante las dificultades. Hija de padres drogadictos, fue adoptada por sus abuelos y, una vez descubierta como promesa de la gimnasia, acabó la secundaria a distancia para poder seguir el ritmo de los entrenamientos. Ha sido capaz de plantarle cara a un entrenador abusador delante de un tribunal y de romper un contrato millonario con Nike porque esta no respetaba sus contratos con las deportistas que se quedaban embarazadas. En un mundo donde ser negro no es precisamente una ventaja, ella ha podido vivir compitiendo bajo la máxima de que lo suyo no era un trabajo porque, si así fuera, dejaría de ser divertido, a pesar de sus orígenes y del dolor y la vergüenza pública de que su hermano fuera detenido como sospechoso de nada menos que un triple asesinato. Tras los mundiales de Glasgow se convirtió en la primera mujer en conseguir el oro en tres mundiales consecutivos. Actualmente tiene 24 años. Admirable.

Llega 2021 y sus olimpiadas descolocadas y allá que va. Durante un salto de potro, pierde las referencias y en la eterna décima de segundo en la que se encuentra colgada en los aires se desespera por no poder situarse en su plano detallado de la realidad. Se pierde. Se descoloca. Los medios se sorprenden y aducen una presunta debilidad o depresión causada por el estrés y el exceso de responsabilidad.

Periodistas supuestamente expertos en la materia no dejan de descubrir en múltiples crónicas lo sorprendente de la situación y acaban describiéndonos al detalle la figura de los twisties, esa desconexión que puede llevar a un gimnasta a romperse los dientes contra el suelo o el aparato de turno. De la sorpresa, pasan a la descripción y de ahí a una falsa comprensión. Cuando tienes que explicar de ese modo lo que debería ser obvio si conociéramos las condiciones de vida y trabajo de estas personas, aún más cuando se trata de alguien tan vapuleado por el destino, no deja de parecer un vacuo intento de aceptar lo que no queda bien, la debilidad, lo incómodo. Vivir es incómodo. La realidad, también.

Nos vemos así ante señores sentados en su mesa argumentando sobre las lesiones no físicas de los deportistas, que resultan ser tan difíciles de tratar en público como cuando aparecen en cualquiera de nosotros. Sigue siendo un asunto de perfiles indefinidos, culpas sospechosas… Entre tantos comentarios, rescato el único que me pareció verdaderamente pertinente. Un periodista, no deportivo, ligó la noticia de la retirada de Biles a las palabras de Íñigo Errejón en el Parlamento hablando de la falta de atención médica a patologías mentales, acogidas por un “vete al médico”, a pleno pulmón, de un parlamentario del partido popular. No ha lugar al juicio, sino a buscar soluciones para algo que es y nos pasa. Allá, en mi retiro, me reconcilié un poco con el mundo y con la profesión del periodismo. Efectivamente, Biles no es calificable como una persona que se deje amedrentar fácilmente, quiero pensar que la mayoría de nosotros tampoco, pero olvidamos que estamos forzando la máquina hasta niveles insospechados. No es necesario estar literalmente sobre una barra de equilibrios o en esas otras, siempre asimétricas. Llevamos ya un tiempo girando sin punto de referencia, sumidos en un eterno twisty, a pesar de haber sido fuertes y diligentes. O no. Pero aquí estamos todos con un evidente peligro de rompernos los dientes contra el suelo, pese a todo. No estaría mal un poco de ayuda o, al menos, de sincera comprensión, más allá de caras de sorpresa o tristes estadísticas de suicidios, engrosadas de forma alarmante en los últimos tiempos.

Decía Olivia Podmore, ciclista neozelandesa de 24 años, que el sentimiento de ganar es difícilmente comparable con cualquier otro, pero cuando se pierde, te lesionas, cuando no cumples las expectativas de la sociedad… como tener una casa o tener hijos porque has dado todo por tu deporte, las sensaciones también son diferentes. Como en cualquier otro contexto no deportivo de exigencia personal o laboral, añado yo. Olivia, se suicidó el pasado ocho de agosto, un día más tarde. Ahora es parte de las estadísticas.