Estudiar en el colegio para ir al instituto. Elegir ciencias o letras para después llegar a la universidad. Clasificar salidas por orden de preferencia. Hacer clic en la opción número 1 con entusiasmo fingido. Hombre de provecho. Persona cultivada. Templo del saber. Una nube de palabras que no condensa. Flota ahí: solo gas.

Y en la facultad te dicen: ahora sí que sí. Ha llegado el momento de labrarse el futuro. Cuatro años para demostrar si vales algo o si solo eres un número más. Falsa dicotomía. “Hay mucha morralla aquí”, asegura el catedrático que huele a cigarro. Exámenes. Matrículas de honor. Certificados. Fotocopias de certificados para los currículums. Conferencias que son como el Instagram: estar ahí y aparentar. Una sala llena de alumnos que han acudido para obtener un 0,5 más en la nota final. “Hazme una foto, así como si nada...”. “El señor X acredita que J asistió…”.

Dentro de las cajitas, el conocimiento ya no es la boca que muerde sino la que pronuncia las palabras de la ley

Ya eres graduado en algo. Ahora sí que sí. Como en los programas de televisión que dan ganas de llorar, el presentador levanta las cejas y te dice que optes por una cajita: oposición o trabajo. Nos vamos a publicidad. Tu vida en directo. Con las cejas dislocadas, te habla en voz baja: tranquilo, tranquilo. Dentro de las cajitas, el conocimiento ya no es la boca que muerde sino la que pronuncia las palabras de la ley. Ya no duda, no clava interrogantes, ni sospecha. Asiente y se deja acariciar. Da la patita y saca la lengua.

Toca armarse contra un mar de adversidades. Buscar el calor del otro; leer y escribir para defenderse de la vida: abrazos y literatura. El susurro indómito de García Calvo es una epifanía: todos los días os cambian la vida por futuro. Cómo no dudar. El asfalto cruje y los azulejos de las aceras salen volando. Las preguntas manchan los semáforos y las vallas publicitarias.

Quemar las naves. Incertidumbre punzante. Adultos con telarañas en los ojos, un mundo en blanco y negro. Acromatopsia autoinducida.

Las palabras son el terreno de juego. Unos te instan a hipotecar el hoy y confiar en tu valía. Apostar tus días venideros y cerrar fuerte los ojos para ver tu nombre en el Boletín Oficial del Estado. El tiempo es oro y tú sabes aprovecharlo. ¿Qué no es oro? Tardes productivas; esfuerzos y recompensas. El entusiasmo fingido no basta. Emplean un lenguaje hecho de metal, que huele a ferruje, a moneda oxidada a punto de quebrar. Convendría ser ciego, como la justicia, pero sigues escarbando con los ojos bien abiertos.

Y García Calvo: la voz de Sócrates es un encanto perpetuo para los oídos de los muchachos. Una voz que no te dijo nada en las sillas y mesas verdes con profesores que eran, como tú ahora, entusiastas fingidores.

¿Y tú que haces? Trabajo de esto o de lo otro. ¿Y tú quién eres? Soy aquello a lo que me dedico. Eres un trabajo. Tu lugar en la cadena de producción te constituye. ¿Ser humano es solo ser esto? Tiene que haber algo más. Lo hablas con los otros: “No puedo estar sin trabajo”, “Le empiezas a dar vueltas a la cabeza y acabas mal…”. Y ahora eres un adulto con la mirada incapaz de penetrar en cosa alguna. Enloquecerías si no fuera por el trabajo. Demasiado tiempo libre. Ocio y trabajo, un falso equilibrio, una dorada medianía que de latinismo elocuente pasa a frasecita de una agenda donde los días libres son días en blanco.

Tu bisabuelo Francisco, cuya voz no conociste, entona la murga del nuevo rico: emplea todos sus fondos/ como operación final/ en unas minas soberbias/ con filón singular. / Infeliz el otro día/ el filón no se ve más/ y se encuentra propietario/ de aquí a la eternidad.

Ahora sí que sí. Vida y futuro. Minas soberbias. Certificados. El tiempo es oro. Fotocopias de certificados. Ahora sí que sí.