Cuando esto escribo, celebro vivir en un país en paz, con pandemia, pero en paz. A pesar de todos los problemas a los que nos enfrentamos los ciudadanos, es tiempo de reflexionar sobre la paz que disfrutamos, sobre ese estado donde se puede apreciar la ausencia de dolorosas hostilidades, para afrontar el día con un espíritu sereno, donde uno simplemente intente lograr estar en armonía consigo mismo y con casi todos los demás.

Me levanto pronto para ver amanecer. El sol presenta sus latidos y hay que esperar para ver qué sucede con él cada día

Está comprobado que, es sumamente terapéutico respirar, de vez en cuando, en un ambiente de tranquilidad y de silencio.

Me levanto pronto para ver amanecer. El sol presenta sus latidos y hay que esperar para ver qué sucede con él cada día. Es sumamente caprichoso, a veces, hasta se le olvida aparecer y se esconde entre las nubes.

Son horas tranquilas, donde todavía el mundo duerme y donde se puede contemplar en soledad, la rutilante belleza del mar y los cambios del sol que nos alumbra con la hora roja, con la hora naranja, con la hora azul, con la hora rosada y la plateada y muchos más, como bien saben mis amigos Ángeles y Marcelo, expertos en amaneceres, porque se han dedicado a fotografiarlos espléndidamente y sin descanso, a lo largo de estos años.

Ahí está la playa, hay días en que te metes en el agua, cuando aún nadie ha pisado, salvo tú, sus arenas.

Van llegando después, de todos los rincones del mundo, gentes para recibir el regalo de la luz y del sabor del mar. Los primeros en asentar la sombrilla y delimitar el lugar que les corresponde en él por la pandemia son, casi siempre, Laureano y Toñy, Juan y Pilar, y la espectacular Fernanda, que no pasa un día sin que disfruten del lugar. Y Cristina, la de la eterna sonrisa, y su hermana Elena, que cada año acuden a la cita con la playa, para ir a remar con su tabla hasta la línea azul del horizonte, rememorando así las horas felices de su infancia.

Te tomas un café a la sombra de un árbol, mientras escuchas a lo lejos la canción que Pink canta con su hija Wilow: “Báñame con buenos momentos, dime que el mundo está girando desde el principio, y todo estará bien”.

Después, te vas a caminar por lugares poco concurridos, y ves cómo con el sol ya en lo alto, todo se ha puesto en movimiento, empiezan a cantar las chicharras, desde el camión de las frutas se anuncia la mercancía por el pueblo, las casas se despiertan, desaparecen las toallas de colores de los tendederos, y las gentes, como ríos que fluyen de la nada, inundan las calles, camino del agua.

Escuchas las risas contagiosas de los niños, y uno, según pasa por tu lado le pregunta a su madre ¿cuántos años le quedan a la tierra?

Ella le contesta que, unos tres millones y, él, sin manejar aún la dimensión de las cifras, se inquieta y piensa en voz alta, pues si nosotros vivimos cien años, a la tierra, ya le queda poco, vaya faena, qué desastre.

Su madre le revuelve el pelo y le dice, tu báñate hoy y deja de preocuparte, que ya tendrás tiempo de hacerlo.

Y el, por el efecto de la cálida caricia de la madre, construirá castillos en la arena y mirará embobado el revolotear de las cometas sobre el azul del cielo de la vida.

En casa te espera la prensa, que te guarda Tony, el quiosquero, el olor del pan “de cristal” caliente y el último libro publicado por Andrés Trapiello, La Fuente del Encanto, en el que pasa revista a su poética, nos desvela el alma de sus paisajes, y nos regala nuevos versos.

Me detengo en el poema “El Volador de cometas”. Recuerda la niñez compartida con su hermano Rafael, el paso del tiempo y la esencia del recuerdo. Así empieza: “Si sólo del dolor, como es probado, / un poco de verdad nos nace/ y un poco de alegría / ¿qué es esa escena/ en que está Rafael con su cometa/ tensando y destensando treinta metros/ de nuevo corazón/ que amarra al hondo cielo?”.

Sigues el curso de la vida, comes en una mesa sencilla lo suficiente, como para disfrutar los sabores de la tierra, entre otras cosas, los tomates que trae recién arrancados de la planta, Miguel, un antiguo pescador, hoy reconvertido en hortelano.

(Algún día, también me he acercado a visitar a algún amigo y a su familia a un pueblo vecino y, por la tarde hemos acabado buceando en el Cabo de San Antonio, en Las Rotas, por donde suele aparecer mi admirado Manuel Vicent, y un pez me mordió el dedo índice de la mano derecha, que es donde llevaba un trozo de pan para atraerlo).

Por la tarde he ido a contemplar los verdes arrozales, las aves y la puesta de sol en La Albufera, que antes fue un mar prehistórico.

Allí una mujer de raza, Rosa, la barquera, consiguió tras muchos años y una dura lucha personal, sin ningún tipo de apoyo de ningún frente feminoide, convertirse en la primera mujer barquera del lugar. Allí está tan contenta, con su marido y, aunque casi todos sus hijos trabajan lejos de casa, todavía disfrutan del pequeño Cristian, que ya apunta maneras, pues lo sabe todo de esas tierras y del manejo de una barcaza o albuferenc, que es así como las llaman por aquí.

Blasco Ibáñez se basó en la vida del abuelo de Rosa, Tono, para escribir en 1902 su obra, Cañas y Barro, que nos sitúa en una época muy dura, donde nos describe la terrible existencia de cazadores y arroceros privados de las más elementales exigencias para subsistir.

Cuando se grabó la serie, él fue quien enseñó el arte de empujar las barcas con las pértigas a los actores y les prestó el lugar y su barcaza, que allí se conserva todavía.

Al intentarle pagar su colaboración en dicha obra, el director le preguntó que, cuánto quería cobrar, y él pidió algo inaudito. No quiero dinero, dijo, sólo montar en un globo, para ser el primero en ver mi albufera desde el cielo.

Y así acaban las historias que se recuerdan, para respirar un poco de eternidad, sin dejar de ser humanos, cuando no perdemos de vista nuestros sueños.

Así termina también el poema de Trapiello: “Quizá no vuelva nunca a volar su cometa /. Es lo que pienso/. Para él han pasado/ los años más felices de su vida/ sin que lo sepa aún, / y yo alcanzo a saber lo que hace un rato/ creí que no sabía, / que sólo de dolor puede nacer, / de lo que tiene ya de olvido y de pasado, / tan perdurable escena, mientras viva/ cualquiera de nosotros”.