El día 27 fue enterrado en el cementerio de Pajares de la Lampreana el sacerdote don Fabriciano Prieto Miguel, Fabri para amigos y conocidos. Tenía 77 años y Dios lo llamó a su lado el día anterior. Por la mañana se sintió mal, le auxiliaron, pero nada se pudo hacer para recuperar su maltrecha salud. Presidió la misa de funeral el obispo de Zamora, Mons. Fernando Valera, acompañado por su vicario general, el pajarés César Salvador, y una treintena de sacerdotes. Estaba en el Hogar Reina de la Paz regentado por las Hermanitas de los Ancianos Desamparados de Zamora. Tres de ellas asistieron al funeral.

Fabri sobrellevó con entereza en los últimos años un cáncer que, al final, acabó con su vida. Mons. Valera resaltó dos de sus cualidades en la homilía: la aceptación de su enfermedad y su amor a la Iglesia local, a la sirvió como canónigo, párroco en varios pueblos y a través de la música.

Me precio de haber sido amigo de Fabri en la infancia. La casa de sus padres está a escasos metros de la mía. Un día, tendríamos nueve años, nos decidimos a ser monaguillos. Para ello tuvimos que aprender de memoria en latín el llamado “Ordo Missae”, que consistía en las respuestas que daban los monaguillos a los sacerdotes. Comenzaba con un “Introibo ad altare Dei” (Entraré al altar de Dios) y los monaguillos respondíamos: “Ad Deum qui laetificat juventutem meam” (Hasta Dios, que alegra mi corazón). Me emocioné al leer esa invocación sacerdotal en la novela “Ulises” de James Joyce.

A Fabri le acompañé en una ocasión, hace una treintena de años, a un pequeño pueblo cerca de Pereruela, en donde era admirado y querido por los escasos parroquianos. Admiré allí su sencillez y cercanía con la gente humilde

Nos aceptó como monaguillos, después del preceptivo examen, el entonces párroco de Pajares, Don Teodoro. Pocos años después Fabri fue al seminario menor de Toro y yo a la escuela apostólica de Corias (Asturias), convertida en 2013 en Parador Nacional. Él perseveró y se ordenó sacerdote. Yo colgué los hábitos cuando estudiaba filosofía en Caldas de Besaya (Santander), en el mismo convento en el que en diciembre de 1936 el dominico pajarés P. Eliseo Miguel y siete compañeros fueron apresados por milicianos y arrojados al mar cantábrico. El P. Eliseo es uno de los cuatro beatos pajareses.

A Fabri le acompañé en una ocasión, hace una treintena de años, a un pequeño pueblo cerca de Pereruela, en donde era admirado y querido por los escasos parroquianos. Admiré allí su sencillez y cercanía con la gente humilde. Impartió clases de música y colaboró con un grupo de folclore popular zamorano llamado “Voces de la Tierra”, del que formaba parte su hermana Marcelina. Puso la música a un himno a la Virgen del Templo, patrona de Pajares de la Lampreana y de la Tierra del Pan, al que yo había escrito la letra.

Fabri rehuía las alharacas. Se encontraba a gusto en segundo plano, tanto en el pueblo, en el que tenía la casa familiar, como ejerciendo de canónigo en Zamora. Aseguró Mons. Valera en la homilía que le había acompañado en su debilidad, incluso el mismo día en que falleció. En la misa de funeral asistieron no solo el obispo y los sacerdotes, sino todos los pajareses que cabían en el santuario de la Virgen del Templo, aledaña al cementerio. Se guardaron escrupulosamente las distancias recomendadas en esta nueva ola de la pandemia. Fue una misa gozosa, cantada con solemnidad, en homenaje a un sacerdote enraizado en el pueblo y abierto a muchos feligreses zamoranos que vieron en él sobre todo a un hombre enamorado de la Iglesia, a la que siendo un niño sirvió como monaguillo.