El pasado domingo falleció mi padre en su casa de Guarrate. El próximo 3 de noviembre habría cumplido 96 años. Nació en 1925 cuando el pueblo, todo él, pertenecía a unos propietarios de Fuentesaúco que se lo habían adquirido poco antes al marqués de Santa María de Silvela. Faltaban aun tres años para que lo compraran, con ayuda estatal, los colonos que trabajaban aquellas parcelas desde tiempo inmemorial. Este detalle no es baladí para explicar la personalidad y el amor a la tierra de aquellos niños que veían a sus padres deslomarse para sacar adelante lo que por primera vez en la historia era suyo. Y eso exigía sudor, mucho sudor, esfuerzo, trabajo, privaciones. Y exigía también amor a la tierra, verla no solo como propiedad y forma de alimentar a la familia, sino también como un vínculo eterno consigo mismo, como una manera de estar y de existir. Y, asimismo, llevaba implícito un agradecimiento constante hacia aquel terruño, hacia aquellos campos, que lo eran todo. Y algo más.

Quizás fueran esos orígenes, unidos a una sensibilidad especial, los que llevaron a mi padre a ser lo que fue: un labrador (siempre usó esta palabra para su profesión) enraizado en su pueblo, en su tierra. Ese binomio Guarrate-agricultura lo explica todo. Incluso las decenas y decenas de décimas y quintillas que escribió para las fiestas del Gallo en las que volcó su impresionante facilidad para la rima, su ironía y humor fino y su cariño hondo y sincero hacia aquel mínimo universo que era el quehacer diario en el pueblo, sus pequeñas cosas, sus anécdotas, en definitiva la vida. En todas las “relaciones” (así se llaman los versos que recita cada joven ante el gallo que lo representa) aparecen cantos a la localidad, a un festejo tan querido, a las duras tareas del campo, a la sencillez de la vida rural. Hubo años, bastantes, en los que la fiesta del Gallo se mantuvo por las horas y horas que mi padre y Jesús Riesco, otro gran poeta, dedicaron, gratis total, a escribir las “relaciones”. Mi padre, bautizado como Wenefrido en honor a la santa del día, se iba al campo con una libreta y un lapicero (no había bolígrafos) y cuando se le ocurría una quintilla, paraba las mulas y anotaba.

Me costó convencerlo de que hay analfabetos con carrera y cultos sin estudios. Y él estaba, sin duda, entre los segundos. En sus charlas y cartas, Delibes también se lo dijo

Esta, la de los versos, fue una de sus facetas más conocidas, tal vez porque no hay familia en Guarrate, y en algunos pueblos de alrededor, que no le deba ese pequeño-gran favor de la “relación”. Y ese carácter de poeta, de hombre sabio, le confirió también una autoridad moral, un prestigio que él rechazaba. Incluso cuando alguien como Miguel Delibes alabó sus versos y sus opiniones sobre Castilla y León, el campo y la agricultura. “Yo no soy nadie; un labrador que tuvo que dejar la escuela a los 12 años para ponerse a arar porque mi padre estaba enfermo”, solía decir. Me costó convencerlo de que hay analfabetos con carrera y cultos sin estudios. Y él estaba, sin duda, entre los segundos. En sus charlas y cartas, Delibes también se lo dijo.

Y le recordó su dominio del lenguaje, su riqueza expresiva, especialmente cuando el autor de “Las ratas” leyó una carta en la que mi padre puso en verso casi todos los oficios y aperos del campo. Esos que se han perdido, esos reducidos ya a recuerdos, a pasado. Por eso suelo decir que con mi padre, y con gentes como él, se ha ido una generación, una época, una cultura, sí, sí , una CUL-TU-RA, una forma de existencia, de enfrentarse a un mundo duro, en muchas ocasiones hostil. Gentes que aguantaron aquí mientras otros tenían que emigrar. Gentes que nos han dejado un legado que estamos a punto de desaprovechar sin que nadie, ni nosotros mismos, lo remedie. Gentes con una filosofía de vida que mi padre resumió en una quintilla: “Rico o pobre, es igual/para bien o para mal/sabes con exactitud/lo que tendrás al final:/una tumba y una cruz”. En otra, como despedida, lo expresaba así:”Quisiera al partir decirlo,/sobre mi tumba grabarlo:/la vida no es blanco mirlo/vine al mundo sin pedirlo/ y me voy sin desearlo”.

Encontré estas estrofas en una carpeta que tituló: “Versos de mi cosecha/poca cosa y no bien hecha”. Allí hay un cuaderno con un capítulo llamado “ Varias quintillas póstumas”. Con su ironía habitual, incluye epitafios para sí mismo: “Las visitas son un rito/aunque no sirvan de nada./Causan placer infinito./Perdonad si no es invito/a pasar a mi morada”. Y otro: “¿A qué santo los honores/cuando no los necesitas?/Con llantos no resucitas/ni con que te traigan flores/Se agradecen las visitas”.

Cuando el Ayuntamiento cambió el nombre de tres calles, a una se le llamó “Las relaciones”. Mi padre le dedicó unos versos. Acababan así: “Por capricho del destino/que nos marca el porvenir,/quiero orgulloso decir/que he nacido guarratino/ y así quisiera morir”.

Y así fue.