En mi pueblo, hay un chaval al que llaman Jano. Como el dios griego, siempre tuvo dos caras. A diferencia de él, las caras no le permiten vislumbrar el ayer y asomarse al mañana. Maestro del disfraz, aprendió a desdoblarse ya de pequeño. Sabía qué tenía que hacer para ser un niño-modelo. No sabía quién le había metido en la cabeza los pensamientos que mascaba. Venga a rumiar. Y ahí estaban las conclusiones. La otra cara solo frente al espejo. Mejor así: por eso del qué dirán y por las collejas también. Comía con los Simpson y después estudiaba horas y horas para no escucharse.

En una escena: un montón de rastrillos y un hueco en el centro. Allí estaba el actor secundario Bob. Daba igual hacia dónde caminase. Al final, acababa pisando las púas y el mango se estrellaba en su nariz. Así Jano. En vez de rastrillos, cuando él quería inventar una senda, alguien le decía que por ahí no y ponía un cartel al inicio del camino: maricón.

Eligió un peinado que, decían ellos, era un poco femenino. A ver si… decían ellos… mariquita. «Uy, uy, menudos aspavientos hace», aseguraba una amiga de la familia. Ya habían plantado en él la semillita del qué dirán. Le salían tallos por las orejas y él los cortaba. Se apuntó él solo a bailes regionales. Al año siguiente, tenía hojas en vez de pies. Creció la maleza en sus brazos alegres. Unas ramas, prótesis malignas, donde antes había piel manchada de pecas, le impedían danzar como antes.

Ya en el instituto veía que todos sus amigos al peinarse, al posar para una autofoto o al gritar —siuuh— imitaban a Cristiano Ronaldo. CR7. Y Jano buscaba en Google: “Cristiano”, “novio”, “encuentro”. Si el ídolo podía besar a otros chicos, él podría dar la mano al guapo de clase y decir: “sí, como Cristiano”.

Vio que, en su pueblo, los maricones no tenían novios para los demás, sino “parejas” o “amigos”. Y escuchó que “tampoco es necesario ir predicándolo por ahí”. Quienes lo decían eran los que proclamaban a los cuatro vientos su heterosexualidad.

Jano aún no había leído a Cernuda ni escuchado las canciones de Rodrigo Cuevas. Por eso buscaba el refrendo en alguna noticia del deportista luso. Y la ilusión duraba lo que tardaba en leer las fake news. Se zambullía en los clickbaits y al cerrar el portátil, vestía de nuevo la cara del niño-modelo.

En las verbenas, tenía cuidado al bailar y al mover demasiado las manos. Al mirar al chaval del pueblo vecino y al cantar la última de Lady Gaga. Ojo avizor siempre. Los más cuzos intuían que Jano era un buen intérprete. Ya no lo llamaban maricón entero. De vez en cuando, se les caía de los labios un “medio maricón”. Pero muy rápido. Así: mediomaricón. Y Jano, que era bisexual, pensaba que los asnos habían vomitado palabras ciertas.

Después de la edad del pavo y de haberse convertido en un hombre árbol —atravesado por raíces, lodo, caminos encharcados cuya agua lo hacía crecer en no se sabe qué dirección—, empezó a vestir la otra cara. Poco a poco. Un día esta y un día la otra. Y vio que, en su pueblo, los maricones no tenían novios para los demás, sino “parejas” o “amigos”. Y escuchó que “tampoco es necesario ir predicándolo por ahí”. Quienes lo decían eran los que proclamaban a los cuatro vientos su heterosexualidad. No eran conscientes porque eso era lo normal, lo neutro, lo de toda la vida. Y qué poco les había interesado la normalidad cuando fueron niños.

Al principio, Jano les pedía el micrófono. Después, con seguridad impostada, empezó a cortar la luz cuando los machotes subían a la tarima y el sermón hacía que la gente bostezara. Cortocircuito.

Hay muchos kilómetros de Stonewall al pueblecito de Jano. Ayer, fue al sobrado de la casa antigua y se vistió con los atuendos de su abuelo, el titiritero, y el traje de Águeda de su abuela. Convocó a todos los maricones y mariconas de la provincia. El qué dirán en la palma de una mano. A orillas del embalse, lanzaron al fuego los armarios y divanes. Las estructuras inútiles del pasado crepitaban al son de melodías aún por inventar.