Para unos era el profesor de música de la Laboral; para otros, el párroco de San Benito; para todos, el sacerdote que siempre fue; para quien esto escribe, el más entrañable de los amigos. Todavía suenan como un mazazo en mis oídos las palabras del Padre Luis Zurrón anunciándome su despedida. Una despedida lenta y dolorosa. Fabri ha fallecido, ya está junto al Padre, posiblemente tocando en el órgano del cielo alguna hermosa melodía. Fabriciano Prieto fue enterrado ayer en el camposanto de su localidad natal, Pajares de la Lampreana, donde debiera ser nombrado hijo predilecto, donde debiera permanecer en el recuerdo de una calle o de una plaza.

A cuantos le conocimos y quisimos, lo contrario sería imposible, siempre nos quedará Fabri, el cura. Y a fe que con sus palabras sabía curar las heridas del alma, mucho más profundas que las del corazón. ¡Qué año más canalla este! ¡A cuántos seres queridos me ha arrebatado a lo largo de los meses! Escribir con llanto no es fácil pero me hace recordar los sabios consejos de Fabri en los momentos de ese dolor lacerante que te atraviesa y que él entendía y comprendía. Fabri, que ya estaba marcado por la enfermedad, por el dolor físico que llevó con una dignidad, con una entereza envidiable.

No puedo menos que recordar la ‘Misa del Amor’, que Fabri se sacó del corazón para celebrar el amor de Dios, siempre, pero también el amor de hombre. Y lo hacía a través de su homilía y de las más bellas poesías que siempre me encomendó durante aquellos años en los que la Misa del Amor trascendió el barrio de San Benito para calar hondo en los fieles de la capital. El templo se llenaba de fieles atraídos por una misa que, siendo igual, era completamente diferente, sin faltar a la ortodoxia, pero dotada de esa libertad que hacía de Fabri un sacerdote especial, único, cercano, vibrante. Capaz de decir las verdades al lucero del alba y hacerlo con elegancia.

Además de su recuerdo que se agiganta con el paso de las horas, siempre me quedará la maravillosa Misa del Amor de Fabri. Y otro recuerdo imborrable. Cada siete de febrero, bien temprano, me llegaba un vídeo de Fabri, acariciando el órgano de la catedral con sus dedos, que eran especiales para el piano y la guitarra, tocando el “Cumpleaños feliz”. ¡Que gran regalo el de Fabri! Nunca se olvidaba de los que quería. Y siempre desde el cariño que depositó en mi buena madre, a la que llamaba “la niña”, y en mí.

Espérame en el cielo, amigo mío. Sit tibi terra levis, Fabri.