Cuando cae la última de las doce campanadas que da la bienvenida al nuevo año, y después de los consabidos besos, más o menos sentidos, y buenos deseos y proyectos elaborados unos minutos antes de que suenen los cuartos, cambiamos el calendario y entramos en un nuevo año. Y nuestros deseos es más que probable que no se cumplan, porque escaso ha sido el tiempo que hemos dedicado a pensar cuáles eran en realidad para ese nuevo año recibido tan a bombo y platillo y copa de champán y lo mismo hasta con alguna prenda roja, vaya a ser que nuestros deseos no se cumplan por semejante minucia. Así que seguiremos fumando, no yendo al gimnasio, sin aprender inglés, no siendo más amables, ni comeremos más sano.

Sin embargo, tengo para mí que el año no empieza el uno de enero, sino después del verano. Puede que sea por ser profesor, ya me gustaría ser maestro para mis alumnos, y para nosotros el nuevo año empieza con el nuevo curso, pero estoy más por pensar que es por la tradición por lo que pienso que realmente el año nuevo empieza cuando acaba el verano. Y nuestra España rural, esa de la que todo el mundo habla y tanto desprecia, descuida y abandona a su suerte parece estar de mi parte.

Si algo tiene el tiempo es que sus estaciones son cumplidoras como los buenos amantes y acuden siempre a su cita pase lo que pase, de manera que al verano le sucederá indefectiblemente el otoño

Es al final del verano cuando terminan las tareas de recolección, cuando terneros y corderos pacen en los prados y agricultores y ganaderos piensan en los frutos de tanto trabajo, cuidado y angustia para afrontar el invierno que irá teniendo su intermedio en el otoño. Pero también para aquellos que nos desempeñamos en el llamado sector terciario el fin del verano abre un nuevo año de expectativas. Hayamos disfrutado o no de unos días de descanso, el final verano nos ha llenado de nuevas ilusiones, proyectos, deseos de cambios y de mantener lo que realmente queremos.

Y es que, a diferencia del veloz tránsito de diciembre a enero a toque de campanadas, como si la vida se pudiese vivir a toque de cornetín, el verano nos ha permitido el pensarnos, que es, en definitiva, la única manera de que cambiemos nuestro existir en lo que consideremos que ha de ser cambiado, que no suele ser poco en general. Y el verano nos ha dado otra dimensión diferente del tiempo, porque, al ser un país sureño, la prolongación de las horas de sol, con lo que ello conlleva de sentir el día mucho más largo pese a sus milimétricas veinticuatro horas de siempre, nos ha permitido hacernos grandes ilusiones que llegan al menos hasta el verano siguiente en el que esperamos que las cosas sean mejor.

Este año, por la situación de la pandemia, el verano ha supuesto un mayor deseo de que en adelante las cosas nos vayan mejor, que vivir no sea casi un acto heroico y que por fin podamos pensar en algo más que en el haber sobrevivido. Y nos hemos puesto a ello, o deberíamos, para que cuando los coletazos de calor se disipen vayamos haciendo realidad todos esos instantes, momentos y gentes que hemos ido tejiendo durante la calima y que, animados por la luz veraniega, los hemos sentido al alcance de los dedos y nos han dado tanta felicidad imaginando cómo serán cuando por fin salgan de nuestra mente y se conviertan en parte de nuestro día a día.

Si algo tiene el tiempo es que sus estaciones son cumplidoras como los buenos amantes y acuden siempre a su cita pase lo que pase, de manera que al verano le sucederá indefectiblemente el otoño y será entonces cuando cada uno de nuestros deseos habrán de convertirse en el faro que guíe nuestro navegar, porque al final las hojas de los árboles pondrán su felpudo de tonos marrones en aceras y caminos y lo que hará falta será ser capaces de pisarlas con la cabeza alta y el corazón arropado mientras en nuestras plantas suena el quejido de lo que fue y ya no es.