Hace unos días, al pasar por la Plaza de Alemania vi algo en lo que no había reparado anteriormente; me refiero a unos adoquines que tienen adosadas una plaquitas de latón grabadas, y que se hayan entremezclados con los que conforman el pavimento de entrada a la calle de San Torcuato. Se trata de 23 placas que llevan impresos los nombres y la “suerte” que corrieron los zamoranos que fueron deportados a los campos de concentración nazis y que, como otros muchos compatriotas, fueron víctimas del horror que vivió España en los, a mi juicio, tan mal recordados años de la Segunda República y todo lo que vino después.

Y digo tan mal recordados porque, por mucho que nos esforcemos unos y otros en evocar lo que debieron vivir nuestros padres, abuelos y para muchos ya bisabuelos, en la más fatídica etapa del aún reciente pasado de nuestro país, nada de lo que hagamos podrá cambiar los lamentables hechos acaecidos antes, durante y después de la Guerra Civil, que no la historia, porque ésta siempre será del color del cristal con que la pudieron ver quienes la escribieron, o recordar quienes tuvieron antepasados combatiendo y de los que, en algunos casos, nunca conocieron su paradero.

Mucho de cuanto sucedió en los prolegómenos del golpe de Estado perpetrado el 18 de julio de 1936, como gran parte de cuanto aconteció después de él, es execrable, sin duda; por ello, si algo hay que sacar como conclusión de todo lo que hemos leído en los libros de historia acerca de los motivos por los que unos militares españoles se levantaron contra el gobierno legítimamente establecido; lo que sufrió España durante la Guerra Civil que se desató como consecuencia de dicha sublevación; y la persecución que padecieron los españoles que salieron derrotados, durante los cuarenta años que duró la dictadura franquista, es que, jamás, jamás, jamás hemos de permitir que se vuelvan a repetir episodios tan dantescos, pues una guerra entre hermanos, que, más o menos, es lo que tuvo lugar, no solo es lo peor de lo peor, sino que deja un poso de rencor tan enorme que solo se puede paliar conjugando los verbos perdonar y amar.

La percepción que podemos tener quienes no vivimos en directo el horror que sufrió España durante los primeros años de la década de los treinta, con motivo de las innumerables revueltas callejeras que tuvieron lugar; durante todo el tiempo que duró la maldita Guerra Civil y, para los que la perdieron, también los años que vinieron después, hasta la muerte de Franco, es algo sobre lo que los que nacimos en los cuarenta y posteriores apenas deberíamos entrar pues, aunque nos hayamos preocupado de leer y documentarnos acerca de cuanto sucedió, siempre nos surgirán dudas al contrastar lo que quedó impreso, ya que los enfoques con que quienes escriben suelen relatar los hechos siempre van cargados de cierta subjetividad, lógica, porque aunque quieran contar la verdad, como diría Vargas Llosa: “los hechos, al ser contados, siempre sufren una profunda modificación, que se va afianzando o girando en torno a la nueva realidad”, o Valle-Inclán: “las cosas no son como las vemos sino como las recordamos”; por todo ello, si les parece, mejor lo dejamos estar.

Lo que pretendía decir y poner de manifiesto es que, igual que en las placas de latón que forman parte de la calzada antes referida, figuran nombres de compatriotas que sufrieron escarnios, persecución y el exilio, antes de morir asesinados, lo que, desde luego, merece no solo un recordatorio sino un profundo reconocimiento, tal vez no fuese desacertado reconocer que hubo muchos más, de uno y otro bando, que antes, durante y después de la guerra civil también fueron víctimas del sinsentido y de la sinrazón, y, en consecuencia, aunque solo fuese por evitar dejarlos en el olvido, en alguna placa, a colocar donde sea menester, quizás no estuviera mal que figurara: “En recuerdo de todos los que perdieron su vida por España”, para que nunca más volvamos a tropezar en la misma piedra…

Yo, que no estuve allí, porque nací cuando lo peor ya había pasado, después de haber leído y releído a todo tipo de historiadores, he llegado a la conclusión de que tanta culpa tuvieron los que no supieron gobernar para todos los españoles, en los años de la Segunda República -en parte porque no les dejaron hacerlo quienes solo querían provocar desorden y agitación- como los que, hartos de ser testigos de lo que sucedía (los datos obrantes en las hemerotecas dejan constancia de la escalada de violencia que vivió España con anterioridad al golpe de estado de julio de 1936) se organizaron y se rebelaron contra el poder legítimo, en defensa de unos ideales que nada tenían que ver con los que propugnaban quienes habían tomado las calles y estaban regando de sangre multitud de pueblos y ciudades, y todo, porque los activistas más radicales, fueran del signo que fueran, eran incapaces de respetarse los unos a los otros ¡Qué horror!

Una guerra entre hermanos, que, más o menos, es lo que tuvo lugar, no solo es lo peor de lo peor, sino que deja un poso de rencor tan enorme que solo se puede paliar conjugando los verbos perdonar y amar

Tras el golpe de Estado y la cruenta guerra civil que tuvieron que librar entre sí miles y miles de compatriotas -de los cuales muchos nunca tuvieron ocasión de posicionarse voluntariamente en uno u otro frente, porque les tocó luchar desde y donde se encontraban al principio de la contienda- España acabó dividida en dos y sin posibilidad alguna de reconciliación pues, tras la rendición de los que perdieron, los que ganaron se envalentonaron y no dieron ninguna opción de diálogo a los vencidos, tal vez porque en aquellas circunstancias el perdón ni siquiera se podía contemplar; quizás porque había que sacar rédito de la victoria y la cosa no daba para más; o, en el peor de los casos, porque el miedo a que se pudieran repetir los escenarios vividos no dejó lugar a la amnistía hasta que, muerto Franco, los abrazos entre los españoles otrora enemigos pesaron más que los deseos de venganza.

Y he dicho cuanto he dicho porque he leído que en septiembre empiezan los trámites parlamentarios para intentar sacar adelante la Ley de Memoria Democrática, histórica o como la quieran llamar, que, por lo que sé acerca de su texto, a mi juicio, es un paso atrás en el camino hacia la reconciliación, pues tiene tintes revanchistas, desde el momento que propone la disolución de organizaciones por razones de ideología, lo cual puede suponer un menoscabo de la libertad de expresión tantas veces puesta por bandera por quienes, al parecer, tienen doble vara de medir -“yo puedo hacer, decir y opinar lo que me dé la gana, pero tú no”-; también porque plantea un nuevo reconocimiento a las víctimas, pero no a todas -yo, como ya dejé escrito, siempre he pensado que, puestos a reconocer a las víctimas, hay que pensar en todas, y para eso hay que tener voluntad de hacerlo con el debido respeto, alcance y objetividad, pues de lo contrario siempre lo haremos mal- ; y, para no extenderme más, diré que tampoco me parece acertado que se recoja en la ley que: “se estudiará la asignatura de Memoria Democrática en la ESO, Bachillerato, FP y en la formación inicial y continua del profesorado”, porque mucho me temo que la historia que se pretende enseñar pueda ir cargada de sectarismo pues, como también ha quedado recogido renglones atrás: ¡cuán difícil es contar las cosas como fueron pues, nos guste o no reconocerlo, siempre que sean episodios de la historia reciente correrán el riesgo de ir cargados de cierta subjetividad….!

En fin, que me gustaría pensar que cuantos vayan a intervenir en el debate parlamentario tratarán de emular a los artífices de la Transición y, dejando sus “cuitas” atrás, pondrán un poquito de cordura en sus planteamientos, en lugar de intentar reavivar un fuego que, de no haber sido por el ex presidente Zapatero y quienes siguen su estela, ya no debería humear.

En mi opinión, tal debate es extemporáneo, a la vez que muy peligroso porque, lejos de contribuir a cerrar las heridas que estaban a punto de sanar, puede propiciar la apertura de otras nuevas que a muchos harán sangrar, cuando lo indicado debería ser seguir en la senda que nos marcamos cuando aprobamos La Constitución, que fue la que nos ha permitido vivir, más o menos unidos, los mejores años de nuestra historia.

De no ser capaces de volver al camino que nos permitió hermanarnos y crecer, le estaremos haciendo un favor a todos los que quieren trocear España y habremos “hecho un pan como unas tortas” pues todo lo que no suponga un fortalecimiento de la unidad entre los españoles que, de verdad, amamos y sentimos a España como nuestra patria, será un retroceso que más tarde o más temprano tendremos que pagar.

Por todo lo que ha quedado escrito, opino, menos leyes sobre la memoria histórica, o democrática, porque nunca satisfarán a todos por igual, y más en favor de la paz y del fortalecimiento de lo que nos une, pues lo que los españoles necesitamos son pautas que nos marquen el camino a seguir para que cada vez seamos más consecuentes con la realidad que vivimos; más tolerantes, comprensivos y respetuosos con los que no piensan igual; más amantes de lo nuestro y de la unidad de España, sin dejar de reconocer la diversidad de las comunidades y regiones que la integran, y más proclives al esfuerzo y menos a la dejadez y al desaliento, porque solo “tirando todos juntos del carro” podremos progresar.

Los horrores y las reminiscencias de la preguerra, la guerra y la posguerra nunca los podremos olvidar, pero hemos de dejarlos atrás y no seguir aireándolos ochenta años después, pues su avivamiento solo beneficia a los que no saben perdonar y no quieren entender que lo que España necesita es paz.

Y si queremos montar una oficina de reclamaciones, donde todos los que se puedan sentir agraviados por lo que pasó hace tantos años puedan acudir a preguntar ¿y de lo mío, qué? preparémonos porque, seguro, no habrá para todos, porque la voluntad puede que sea infinita pero nada más.