Sucedió hace siglos, tantos que no recuerdo qué edad podía tener. Estuve viviendo en Huelva desde los cinco a los once años, y ocurrió en ese intervalo. Debajo del bloque de pisos estaba el ultramarinos y a la diestra del portal, un bar famoso por sus tapas de caracoles, a juzgar por los habituales sacos de esos bichos que esperaban a la puerta. Mi juventud son recuerdos de una espantosa resaca en la que los amigos no hacían más que pedir tapas y más tapas de aquellos otros caracoles gordos.

Si me das a elegir, elegiría comer suelas de bota. Como Charlot.

Como cada día, después de comer y mientras mi familia dormía la siesta, yo ya había hecho los deberes y me había estudiado la lección, así que bajé a la calle. No había nadie del barrio, y pese a que era un extraño y mayor que yo, me puse a hablar con el hijo de uno de los clientes del bar que tenía un brazo escayolado. Escayolas a mí, que casi podría decirse que las he inventado. Ya ves tú, a mí, que aprendí a curarme las heridas sola antes que a nadar. Justo después de aquella fatídica vez en que mi madre harta de hacerlo, me tiró la zapatilla mientras cantaba por María Jiménez. Se acabó.

Cuando iba a subir a casa, porque seguían sin bajar los conocidos, el chico me acompañó dentro del portal y en el pasillo me sobó toda bien sobada, a una edad, en la que aún no sabía que era lo que me estaba haciendo y por qué me hacía eso. A una edad, en lo que único que se me ocurrió fue pegarle patadas de todos los colores, jalarle del pelo con la fuerza suficiente para arrancarle mechones. Y huir por la escalera sin mirar atrás hasta llegar al cuarto.

Para mayoría de las mujeres rurales el asesinato de Leticia Rosino en Castrogonzalo había marcado un antes y un después en sus vidas

No conté nada, por supuesto. Porque ya en mi habitación, la memoria no era capaz de asegurar que lo que me acababa de suceder, me había sucedido de verdad. Y por puro espíritu de supervivencia, motivado por el refrán de cría fama y échate a dormir. No entendía qué me había hecho ese niño, pero estaba convencida de que si lo contaba, me la iba a cargar. Fijo.

Con más cicatrices y huesos rotos encima, pero ya perra vieja, tuve que dejar mis primeras prácticas en la emisora de radio del barrio, porque el jefe insistía demasiado en acercar mi micrófono a su posición. Me gustan las ondas hertzianas, pero no tanto. Más aún que la radio, adoro el mundo de las editoriales, lo que no soporto es que me toquen los músculos sin mi permiso.

Y donde digo cierto editor, podría decir semejante dermatólogo.

Hace tres años, en un curso sobre Violencia de Género en el Rural, la mayoría de las mujeres allí presentes, confirmaron que el asesinato de Leticia Rosino en Castrogonzalo había marcado un antes y un después en sus vidas. Porque salir a pasear por los caminos lejos del casco urbano es la única actividad lúdico-deportiva que se puede realizar en un pueblo pequeño. Pero desde aquel aciago día, la recomendación del médico de cabecera de realizar ese determinado ejercicio físico, apto para todas las edades, se había convertido para ellas en un deporte de riesgo.

Fue un golpe de realidad. Antes, “esas cosas” sólo pasaban en la ciudad.

Error. “Esas cosas” suceden, siempre han sucedido, en cualquier coordenada espacio temporal. Y por eso mismo me ha dejado perpleja que alguien mucho más sabio, más viajado y más perro viejo que yo, el abogado y antiguo corresponsal en zonas de conflicto y escritor y eurodiputado, Javier Nart, haya manifestado recientemente en un programa de televisión que las agresiones sexuales cometidas sobre las mujeres son comparables a ser víctima de un robo callejero.

Confieso que estudié periodismo, porque desde niña soñaba con ser reportera de guerra. Como no lo conseguí, escribí una novela sobre una mujer con muchas agallas, que logró hacer carrera del tan necesario arte de informar de todo el horror que asola a nuestro mundo. Aún a pesar de que el rebaño, inmunizado contra la Covid pero no frente a la barbarie, tenga preferencia por no saberlo. Ojos que no ven...

Por eso mismo, me escandalizan tanto las palabras del señor Nart. Alguien que ha pertenecido a La Tribu, sabe de sobra, porque lo ha visto con sus propios ojos, que toda la violencia que se ejerce contra las mujeres está motivada única y exclusivamente por el mero hecho de serlo. La violación como arma de guerra, se ha venido ejerciendo contra las mujeres desde que el mundo es mundo. Preñar a las mujeres con ADN del enemigo para así humillar al bando contrario no es comparable a nada, tan sólo a otra sociopatía. Y mucho menos, a que te roben la cartera en un callejón de Bruselas.

El señor Nart no es un necio.

Necio, proviene del latín, y significa el que no sabe. Me apuesto mi último libro adquirido y aún sin leer, Morir en África, La epopeya de los soldados españoles en el Desastre de Annual de Luis Miguel Francisco, a que después de abandonar a los neoliberales, el señor Nart está lanzando un inequívoco mensaje de amor a los ultraliberales amantes de las voces latinas.