Y cuando agosto terminaba, solo quedaban las cenizas de la hoguera. Los vascos, gallegos y catalanes volvían a sus casas y dejaban la tuya vacía. Tu hogar estaba, sobre todo, en la plaza, la charca de los cangrejos, los bancos de la fuente o la peña del árbol.

Y cuando agosto terminaba… qué días tan pesados: el verano pegaba sus últimos coletazos y la hora de volver a clase aún no llegaba. Los adultos con sus prisas y empleos bajaban el telón. Salían uno por uno de la sala, con caras largas e hijos de la mano, y tú te quedabas en el asiento con los pies colgando. Un hastío inabarcable. La envidia empujaba al cariño: ellos volvían a sus ciudades y tú estabas obligado a ver el frontón vacío, el decorado de una obra sin fecha próxima, y a contar las horas al son del reloj del ayuntamiento. Tannn. Tannnn.

Daba igual lo que dijera el calendario. No. Ya no había verano. Ni tampoco clases, ni partidos de fútbol, ni bocadillos en el recreo. Solo había un tiempo vacío; un hueco grande dentro de otro hueco. Y ahí estabas tú, en una tierra baldía, con el cuerpo magullado, lleno de cicatrices y heridas a punto de curarse. Las postillas, piedrecitas en la piel, se caían y solo quedaban manchas rosas. Al final de la tierra, había una parada de autobús; cemento manchado con vuestros pseudónimos: trayectorias de grafiteros que duraron lo que duró el spray. Desde la parada, veías pasar a todos los coches que salían del pueblo. El niño de Bilbao con el cinturón apretado y junto a él un gato en un transportín. Ambos ahí contra su voluntad.

Una melancolía muy grande y un cuerpo chiquito. Y a tus 12 años creías que un estado de Tuenti podía condensar toda la nostalgia del verano que fue: Wake me up when september ends. Levántame de la cama cuando septiembre haya terminado.

Daba igual lo que dijera el calendario. No. Ya no había verano. Ni tampoco clases, ni partidos de fútbol, ni bocadillos en el recreo. Solo había un tiempo vacío; un hueco grande dentro de otro hueco.

Volvías a pie con la cabeza gacha y te recibían en las calles los banderines descoloridos, blancos y antes verdes, azules, rojos y violetas. No había negro de luto que fuera tan punzante como ese blanco. Querías trepar y arrancar aquellos espantajos sin color, pero tus amigos no estaban para verlo y las anécdotas sin el otro no eran más que hechos sin sustancia. Tendría que volver a pasar el invierno, con sus heladas y horas en el pupitre, para que volvieran a poner el arco iris entre poste y poste.

Sonaba el timbre de casa. «Es mejor no pensar en eso», te decía tu amiga la mayor, que tenía 13. Y añadía: «además, cuando seamos mayores, viviremos todos aquí con nuestros hijos».

Para mirar a la eternidad y no quedarse ciego, hay que protegerse los ojos: da igual si es la eternidad de los niños o esta otro de los adultos. Tu amiga ya lo sabía. Sabía eso y que los mundos posibles, llenos de fantasía y bebés futuribles, podían aliviar el peso del final del verano. La imaginación era vuestra mejor arma: fregonas con pelo rubio que os concedían un baile; una casa abandonada, encantada para vosotros, con fantasmas que pedían auxilio; una anciana encorvada, con ojos muy negros y pelo revuelto, que era a todas luces una hechicera. ¿Eran solo invenciones? Quizá esos secretos, raptos involuntarios, estaban esperando mentes ávidas en las que habitar.

Las abuelas ya cogían las mantas para tomar el fresco y el sol se ponía antes. Una de ellas remarcaba: «¡Cómo se notan ya los días! Se hace de noche enseguida». Los días eran cortos, pero no lo suficiente. El final del verano estaba en todas partes: en los banderines desgastados, los coches que se iban, las voces que no retumbaban en la plaza o la charca sin agua. Y el reloj del ayuntamiento, odioso e infalible, daba cuenta de ese final. Tannn. Tannnn.