Oportuna e inoportunamente el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador arremete contra la conquista y colonización española en México, que comenzó hace ahora 500 años, cuando las tropas de Hernán Cortés, apoyadas por 3.000 indígenas tlaxcaltecas, ganaron la última batalla en Tenochtitlán el 13 de agosto de 1521. Doscientos años después, criollos mexicanos proclamaron la independencia de México, cuando en España reinaba el funesto Fernando VII.

Tildar a los conquistadores españoles de bárbaros y destructores de un imperio glorioso es olvidar y manipular la verdadera historia de los sucesivos reinos mexicanos. Los que conquistaron y dominaron a otros grupos rivales cometieron contra ellos desmanes atroces durante centurias, antes de la llegada de los españoles. Basta leer, para entenderlo, el libro del periodista y diplomático Carlos Rangel “Del buen salvaje al buen revolucionario”, subtitulado “Mitos y realidades de América Latina”, publicado hace ya 45 años.

Añadiré algo más. Uno de los lugares más emblemáticos y entrañables de la capital mexicana es la Plaza de Tlatelolco, popularmente conocida también como Plaza de las Tres Culturas. Prevalecen allí tres conjuntos históricos que resumen la propia historia del país: la era precolombina con las pirámides y ruinas del pueblo tlatelolca; la conquista española representada por el convento de San Buenaventura y San Juan Capistrano y el templo católico de Santiago y un gran edificio moderno.

Lo que excede a todo raciocinio es intentar contraponer la maldad de los conquistadores a la bondad de los colonizados o conquistados

Fue en esta plaza donde Hernán Cortés consumó la conquista de México. En 1980 vi allí una sencilla placa conmemorativa, cuyo texto escrito por el poeta y diplomático mexicano Jaime Torres Bodet (1902-1974) dice así: “El 13 de agosto de 1521 heroicamente defendido por Cuauhtémoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota, fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo, que es el México de hoy”. Torres Bodet era un mestizo: su padre era de ascendencia catalana y su madre peruana de origen francés.

No hay que ser muy eruditos para comprender que, a la postre, los pueblos son el resultado de cruces, mezclas, traspiés y sensatez, derrotas y victorias. Con más o menos niveles o porcentajes, todos somos fruto de un mestizaje. No hay que olvidar la historia, pero tampoco es lícito ni honesto manipularla sin rigor y con aviesas intenciones. La España, actual, por ejemplo, es el resultado de varias conquistas y colonizaciones. Los españoles somos un pueblo mestizo en el que romanos, visigodos y árabes dejaron una huella indeleble en el habla y en las costumbres. Nadie les pidió que vinieran a la península ibérica. Tampoco nadie les ha exigido que pidan perdón por sus conquistas.

Trazar una raya para colocar en un lado a los buenos antes de la llegada de los españoles a México y en otro lado a los malos a partir de Hernán Cortés es ignorar la historia. En la América amerindia hubo conquistas entre diversos pueblos con su cohorte de matanzas y exterminio. Por recordar solo a México, los mayas, olmecas, toltecas, chichimecas, totocanas, zapotecas y aztecas fueron algo más que culturas superpuestas. Se impusieron a la fuerza y crearon unas estructuras de poder casi siempre esclavizadoras y aniquiladoras.

Es lógico criticar las atrocidades cometidas por los conquistadores o los colonizadores tanto en América, como en África y Asia. Lo que excede a todo raciocinio es intentar contraponer la maldad de los conquistadores a la bondad de los colonizados o conquistados. Algo se hizo algunas veces mal, pero mucho se hizo muchas veces bien. También en México.