Por los afectos se reconoce a nuestra especie como humana, tanto en los encuentros como en la despedida. Ese “adiós dolorido” que cantamos en los funerales religiosos tiene naturalmente muchas formas distintas según culturas y continentes pero al “homo sapiens” le caracteriza, entre otras cosas, la despedida amorosa y ritual de los seres queridos.

En los primeros meses de la pandemia sucedió lo que sabemos: miles de personas se iban de este mundo sin el mínimo consuelo, sin que su familia pudiese despedirles en presencia, ni con el velatorio que suele acompañar al óbito.

La ceremonia de Estado presidida por los Reyes de España la entendí como una despedida demorada en el tiempo a todos los muertos de la fosa común de la pandemia. Era lo mínimo que procedía realizar como grupo humano dolorido, como clan afligido, como país atribulado y desbordado en aquel “annus horribilis” con visos de no acabar.

En la era de las súper tecnologías resulta que nos ha pillado la peste con el pie cambiado y las costumbres milenarias trastocadas. Tan atacados nos vimos que hasta los muertos nos ponían en fuga. La sensación de impotencia, la carrera contrarreloj contra el virus fue una huida hacia adelante tan desaforada que dejamos atrás emocionalmente a muertos y agonizantes de la pandemia como si de una estampida bélica se tratase.

Pocas veces en Zamora habrá tenido la festividad del Tránsito tantos ecos significativos, marcados por la ausencia de despedidas sin la mortaja bordada por los gestos de amor

Los medios de comunicación analizan lo que nos ocurre aportando noticias, estadísticas y hechos tanto heroicos como aciagos, pero si algo refleja la dimensión trágica de lo que estamos pasando es lo que no pasó, lo que venía siendo en los momentos más duros de un enfermo terminal y su familia que no era otra cosa que ir andando despacio el camino del duelo: los adioses con ojos y gestos. Y la inhumación con el rito que fuese. Pero ni rito ni tránsito; la morgue repleta y los ataúdes llevados al cementerio como contenedores con el precinto de la peste.

Despedirse algo consuela a quien se marcha y queda. Es el puente para el duelo cercano. La foto fija de nuestro gesto de amor o compañía. Escribo de despedidas en la tierra de una mujer que preparó la suya como nadie, con una melancolía lírica que hoy nos estremece y a la vez nos deleita. Me refiero a Rosalía de Castro que expresó, a tiempo y con lucidez, los sentimientos que le embargaban poniéndose en situación de despedirse del pequeño mundo natural que le dio tanta dicha e inspiración:

“Adiós ríos, adiós fontes/ adiós regatos pequenos;/ adiós vista dos meus ollos;/ non sei cando nos veremos/

Prados, ríos, arboredas/ pinares que move o vento/ paxariños piadores/ casiña do meu contento.”

La poeta gallega, cantada magistralmente por el cantautor berciano Anancio Pradas, se anticipa a su final y dice adiós al ámbito y paisaje en el que ella se siente como un elemento más del mismo, como un ser en trance de agostarse, una planta al término de su ciclo vital. Rosalía, haciendo honor a su nombre, deja un agradable perfume literario para contrarrestar lo que supone la degradación y descomposición del cuerpo. Es una bella elegía a la muerte que por su sencillez e inspiración en el mundo natural del que la poeta se ve parte, nos conmueve y emociona. Tiene ecos del “Canto a las criaturas” del santo de Asís y de las coplas de Jorge Manrique que también equipara la existencia a una fuerza natural más: “ Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar/ que es el morir.”

Pocas veces en Zamora habrá tenido la festividad del Tránsito tantos ecos significativos, marcados por la ausencia de despedidas sin la mortaja bordada por los gestos de amor.

La leyenda piadosa dice que un ángel se encargó de reunir a los apóstoles dispersos por el mundo para estar junto a María en sus últimos momentos de vida terrenal; así lo reflejaron multitud de artistas, desde las pinturas bizantinas hasta las de Mantegna o Caravaggio, y esculturas y relieves como los de la portada de la colegiata de Santa María, en Pontevedra o el tímpano del transepto de la Catedral de Estrasburgo, representando la dormición postrera que fue el Tránsito de María a la vida celestial.

En este mismo espacio mostramos meses atrás, la escultura de la joven artista Marina Vargas que realiza una Piedad invertida: el Señor sosteniendo a su madre en brazos, para indicar el dolor del hijo, que ahora cobra más significado cuando hemos visto en ese gesto la desolación, impotencia, y desconsuelo de los hijos, esposos, amantes y seres queridos en general, ausentes en el trance final del ser amado.

Es esta realidad de aflicción general por tanta muerte sobrevenida en la que el Tránsito se convierte, con religión o sin ella, en un icono del dolor colectivo. La fiesta cristiana, celebrada en Zamora, tiene el significado de transición y puente hacia una vida mejor en otra dimensión. Tránsito y esperanza van juntas. Y juntos hemos de seguir para ganar la batalla a la enfermedad que resiste. Como persistirá nuestro recuerdo y nuestro amor, contra el virus del olvido.

No pueden ser más elocuentes los versos finales del poema de Rosalía:

“ No me olvides, ay querida/ si muero de soledad.../ tantas leguas mar adentro.../

¡Adiós mi casa, mi hogar!”