Este agosto hace cien años que a mi abuelo José le adelantaron la quinta y lo mandaron a combatir a África. Hacía poco más de un mes de la mayor hecatombe sufrida por un ejército europeo en las guerras coloniales en lo que iba de siglo, el conocido como el Desastre de Annual. Un centenario -el del desastre, no el de la partida de mi abuelo- que ha pasado desapercibido ya que, en general, todas las naciones son expertas en olvidar derrotas. Quizá por eso las guerras de África han desparecido de nuestra memoria colectiva con una rapidez llamativa, para haber sido unas guerras que, de manera intermitente, afectaron durante casi un siglo a varias generaciones de españoles, incluidos, con seguridad, alguno de sus abuelos o bisabuelos, desocupado lector.

El primero de los conflictos que la España convertida ya en Estado nación tuvo que afrontar con su incómodo vecino del sur tuvo lugar en 1859. Aquel verano, un grupo de moros de una cabila atacó a unos soldados españoles que efectuaban unas obras de fortificación en las cercanías de Ceuta. Tras haber exigido el Gobierno explicaciones al Sultán, el Congreso de los Diputados firma el día 22 de octubre de 1859 el acta de declaración de guerra. Fue quizá la guerra que más apoyo ha tenido en la historia moderna de España, y miles de voluntarios (centenares de vascos y catalanes entre ellos, por cierto) acudieron a los puntos de alistamiento imbuidos de ardor patriótico. Al mando de la expedición militar, que sale de Madrid a principios de noviembre de 1859, se encuentra el propio presidente del gobierno, el general Leopoldo O´Donnell. En nuestra provincia, a mediados de ese mes, el Ayuntamiento de la Puebla, tras una “solemne rogativa para implorar la protección del Altísimo” aprueba dotar “vitaliciamente con cuatro reales diarios al primer soldado del pueblo que se inutilice en la guerra”. La guerra fue ganada con claridad, aunque el contexto internacional -la presión francesa- obligó a España a firmar una paz con pocos beneficios (“guerra grande para una paz chica”, se decía en la época).

Valgan estas líneas de recuerdo a todos aquellos jóvenes que, como mi abuelo, combatieron de manera forzosa en una guerra lejana defendiendo los intereses de un país que no tardó en olvidar el esfuerzo y el sacrificio que hicieron

Tras la matanza ocurrida en el Barranco del Lobo (donde “hay una fuente que mana / sangre de los españoles /que murieron por la patria”) en 1909 y la escaramuza bélica subsiguiente, el factor decisivo fue la creación de un protectorado español en la zona norte de Marruecos en el otoño de 1912. Mediante el Tratado Hispano-Francés, el país galo otorgó a España la zona más pobre del país, poblada por unos rifeños que, si bien reconocían la autoridad religiosa del sultán de Marruecos, no reconocían su autoridad política, por lo que no se sentían concernidos por el tratado. Desde ese momento, la relación de las autoridades españolas con las diferentes cabilas rifeñas estuvo llena de altibajos pero, tras la finalización de la Gran Guerra en el otoño de 1918, España trató de hacer efectivo su protectorado, ocupando el territorio que tenía asignado. Así llegamos hasta el verano de 1921, un verano en el que el osado general Manuel Fernández Silvestre intenta llegar desde Melilla hasta Alhucemas por tierra, penetrando en un territorio inhóspito, sin calcular bien los riesgos y sin tener un plan seguro de retirada en caso de contingencias. Así ocurrió y el 17 de julio los rifeños capitaneados por Abd el-Krim, un antiguo funcionario de la Administración colonial, ataca las posiciones españolas, y el ejército inicia una retirada que degeneró en desbandada, donde fueron asesinados centenares de soldados. En torno a 3.000 de ellos se agruparon en cercano fuerte del Monte Arruit, donde fueron sitiados y asesinados tras haber resistido varios días y después de haberse rendido con la promesa de que se les permitiría volver desarmados a Melilla. Aquel desastre sumió en crisis al sistema político de la Restauración canovista, un régimen que había asegurado la alternancia pacífica y el crecimiento económico del país durante más de cuarenta años.

El convulso contexto europeo hizo el resto, y apenas dos años después del desastre, el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, asumía el poder de manera inconstitucional, pero con la anuencia de gran parte de la clase política y de la población española. Durante su dictadura y ya en septiembre de 1925, el ejército desembarcará en la Bahía de Alhucemas, pacificando así de manera definitiva la zona. En cuanto a mi abuelo, ingresó en la Caja de Reclutamiento de Zamora el primero de agosto de 1921 y el 21 de noviembre de aquel año maldito fue destinado a la Comandancia de Artillería de Montaña de Larache. Viajó desde el puerto de Vigo en el mítico vapor Capitán Segarra hasta Larache y allí estuvo tres años, sin venir a la península, comiendo mal, escribiendo a su familia cuando podía y luchando por sobrevivir cada día. Así hasta que en, noviembre de 1924, pasó a segunda situación de servicio activo y pudo volver a casa. No todos los que fueron con él, me contaba ya anciano a finales del siglo pasado, tuvieron la misma suerte; Domingo Chimeno, por ejemplo, un amigo y vecino suyo también de Santa Colomba, murió de unas fiebres y nunca regresó.

Valgan estas líneas de recuerdo a todos aquellos jóvenes que, como mi abuelo, combatieron de manera forzosa en una guerra lejana defendiendo los intereses de un país que no tardó en olvidar el esfuerzo y el sacrificio que hicieron.