Este jueves no vi las estrellas por primera vez, pero casi. Por fin, después de años escribiendo noticias de Superlunas, eclipses históricos y otros eventos que siempre parecen pasar solo una vez en la vida, yo también era una de esas personas mirando al cielo.

Otras veces lo he intentado, pero entre que redacto “cómo y dónde verlo” y puedo llegar físicamente a ese cómo y a ese dónde suelen pasar por mi teclado varias historias sobre calamidades y tragedias del mundo que me hacen olvidar hasta que a las nueve se cena.

Esperándolas nos percatamos de algunas cosas: la gran luz que proyecta una ciudad pequeña como Zamora cuando se mira desde la mitad del campo

Ayer las perseidas me dieron tiempo de recomponerme antes de empezar a caer. Yo hice lo mío: apagamos hasta las lucecitas de acopio solar y pusimos las sillas de la playa en la orilla de la finca. Nuestro mar es el cielo.

Esperándolas nos percatamos de algunas cosas: la gran luz que proyecta una ciudad pequeña como Zamora cuando se mira desde la mitad del campo; el volumen de ruido que representa un solo coche cuando apenas compite con unos grillos; lo llenos que parecen estar los pueblos cuando solo ves sus farolas.

Pero también: todo lo que ciega la pantalla encendida de un móvil; que te puedes perder un par de estrellas, quizás las mejores, con apenas un momento en el Twitter consultando si alguien en alguna parte ya las ha empezado a ver.

Aprendimos, dejamos morir los teléfonos y nos quedamos hasta las cinco de la mañana mirando estrellas, trasladando nuestro observatorio ambulante de lado a lado creyendo siempre que ese era un lugar más estratégico que el anterior. Sacamos hasta mantas y chocolate guatemalteco caliente en vasitos de cuajada. Nos felicitábamos.

Le pusimos tanta atención a las perseidas, como si en lugar de verlas tuviéramos que pescarlas. Tanta, que se nos olvidaba casi siempre pedir el deseo presupuesto a las estrellas fugaces. Como a veces con las velas de cumpleaños: cuando llegas a formar el pensamiento, la luz ya no está.

Creo que también pasó que nos dimos cuenta de que las perseidas, lágrimas de San Lorenzo, estaban cumpliendo un propósito mayor: obligarnos a mirar con detenimiento el cielo estrellado e inmenso bajo el que dormimos cada día, señalarnos las estrellas que siempre están ahí, recordarnos que podemos volver mañana.