Y otra vez la tele preside la mesa. Noticias, el tiempo, concursos con gente famosa y gente que quiere serlo, accidentes, vacunas. Llega el postre y la indignación. «¡Menudo altar sin santos!», dice la abuela. Menudo lío, qué desastre.

Paseo. Las casas se hacen más pequeñas cada vez. La colina las engulle. Desaparecen. Hay un camino largo y un atardecer. Varios tonos de amarillo: la pared encalada y sucia de una granja derruida; las briznas de paja que revolotean; los girasoles encendidos. Silencio. El lenguaje de los grillos y el agua de los aspersores. Las gotas, rosas y azules, dibujan formas en que reposas la mirada. Olor a ganado y a tierra mojada. Y ahora a manzanas verdes de un árbol sin dueño. Un gato lleva en la boca un pájaro muerto. Te mira. Sales corriendo.

Llegas al final del sendero y el atardecer se aleja. ¿Siempre estuvieron ahí esos colores? Ojalá que cupiesen en la maleta. Una voz te susurra las verdades chiquitas. La colina también ha engullido al mundo lleno de ascensos, éxitos y ambiciones hueras. «Me asustan esas palabras tan grandes que nos hacen infelices», susurra Joyce. Asienten aquí los vivos y allí los muertos. Encoges los hombros. Se agolpan en tu regazo tus veranos y los suyos. Pasean contigo por la plaza y las callejuelas.

La vieja normalidad que pide fuego y la nueva normalidad que es un cuento, porque no existe lo normal y sí lo normalizado. Las abuelas que bregaron con siete hijos y un marido borracho

Renacer. Suena un crujido. El pueblo, anegado por las aguas de la presa, se levanta y convierte en lugar habitable. Los dos pueblos, el que fue y el que lucha por ser, hoy son uno. Niños de otro tiempo: montones de arena; piernas llenas de heridas y anécdotas. Un torbellino insufla vida a los animales cazados; junto a ellos, danzan las brujas quemadas y las que salieron volando. El cementerio viejo y las lápidas llenas de verdín y flores frescas. La misma luna, las campanas oxidadas y la cruz vigilante en la plaza. Y ante la cruz: folclore, reggaetón, fiesta pagana. En la iglesia, los vecinos representan un belén viviente. Las voces de los parroquianos, apagadas hace años, también se oyen en otros lugares de culto. Al otro lado: murmullo; voces; algarabía; carcajadas; gritos que rompen la pared: los bares cerrados vuelven a estar abiertos. Piedras y margaritas.

Los forasteros y los que nunca se fueron. Los que emigraron a Alemania y los que segaron el trigo con sus manos, hinchadas por el frío y la vejez. Los nietos que habitaron las casas de sus abuelos. Los nietos de los nietos. Las peñas y las canciones de todos los veranos. Castañuelas y altavoces que retumban. Las ganas de abrazar al otro y la mirada llena de futuros. Los que se disfrazaron en el baile para contar verdades y los que nunca se quitaron la máscara. Cine al aire libre: la mano en la pierna por debajo de la manta. Un WhatsApp que dio color a un mes entero. El amanecer junto a los otros y los ojos pasados por alcohol. Margaritas y piedras.

Desarraigo. El embalse sin agua y el grito de los ya hartos. El río convertido en un puñado de monedas. El atardecer que se niega a ser explotado —ya no rosa, ahora rojo incandescente—. La primera familia homoparental y las risas bobaliconas de los asnos y las malmiradas. La octogenaria que se divorció para volver a besar a su único y primer amor. La vieja normalidad que pide fuego y la nueva normalidad que es un cuento, porque no existe lo normal y sí lo normalizado. Las abuelas que bregaron con siete hijos y un marido borracho. Los abuelos que sí se quisieron y el pasodoble. El mundo que se apaga y el nieto que pide recuerdos como aguinaldo. Piedras y margaritas.

Margaritas y piedras en todas las esquinas. Ya no hay misa los domingos. La liturgia nace en cada rincón. Altares sin santos en las calles del pueblo.