“No te quepa la menor duda: en este pueblo se inventó el oxígeno”, asegura con rotundidad y convicción mi vecino y amigo, el pajarés Miguel López. Va todos los años durante el verano a Pajares de la Lampreana, en donde tiene la casa familiar. Vive habitualmente en Sagunto, un pueblo valenciano soleado y con una humedad asfixiante, tanto de día como de noche. Nada que ver con el fresco mañanero y las noches serenas, tachonadas de estrellas, en las que los vecinos salen a tomar el fresco y echar un “parlao”. Alguien ha sugerido con buen criterio que esta costumbre secular debería declararse Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

Actualmente, sobre todo desde que se desencadenó la pandemia, hay menos tertulias vecinales. Antaño, cuando los pueblos como Pajares bullían de gente, después de cenar salían muchas mujeres y algunos ancianos a la fresca, mientras los hombres y criados descansaban para levantarse a las tres o cuatro de la mañana a realizar la primera tarea en el campo: el acarreo de las morenas con bueyes, burros o mulas y colocar la mies en las eras.

Los chicos y chicas animaban estas noches jugueteando, gritando, alegrando el devenir de una vida dura, pero también divertida y sosegada. Tiempo habría para ayudar a sus hermanos mayores en las tareas agrícolas. Muchos no tuvieron tiempo para el relevo, porque la mecanización del campo acabó con este ajetreo, desaparecieron las eras y los criados y familias enteras emigraron con lo puesto a trabajar en las industrias del norte de España, que demandaban una cuantiosa mano de obra. Hace ya más de cincuenta años. Así se inició la despoblación rural a un ritmo vertiginoso. Pajares de la Lampreana contaba a mediados del siglo XX con algo más de 1.300 habitantes; hoy apenas rebasa los 300. Y menguando aceleradamente.

La mecanización del campo acabó con este ajetreo, desaparecieron las eras y los criados y familias enteras emigraron con lo puesto a trabajar en las industrias del norte de España

Este éxodo no supuso el olvido de las propias raíces, como demuestra la cantidad de casas familiares arregladas y las nuevas construcciones. Vivaquean ahora durante el verano los nietos de aquellos emigrantes y juegan con el móvil o las raquetas en el frontón. Por las noches, según la edad, van a los pueblos vecinos y a la capital o se arraciman junto al campo de fútbol para parlotear de sus cosas. Han surgido incluso noviazgos que han acabado en boda. Han desaparecido, asimismo, las convenciones sociales, muy marcadas en el pasado, cuando lo habitual era que el hijo de los ricos -quienes tenían más tierras- se casaran con las hijas de otros ricos, para salvaguardar el patrimonio, porque el reparto de las tierras entre una prole, por lo general numerosa, mermaba considerablemente el capital. Son otros tiempos y otras costumbres, más acordes con la nueva realidad social, mucho más igualitaria que antaño.

Como a todos los que hemos nacido en un pueblo zamorano, me duele el fenómeno de la despoblación rural, entre otros motivos porque no veo visos de solución. La mayoría de los residentes en los pueblos rebasan los setenta años, lo que evidencia que no existe relevo generacional. Los pocos agricultores jóvenes que cultivan las tierras envían a sus hijos a estudiar en las ciudades, por lo general a Salamanca y Madrid, porque no ven para ellos una salida digna en el campo.

Hay pajareses y pajaresas médicos, enfermeras, informáticos e ingenieros colocados en las grandes urbes españolas e incluso en el extranjero. Vuelven a sus orígenes de cuando en cuando. Elogian, como mi amigo y vecino Miguel López, un clima respirable, uno de los valores naturales que nos oxigenan gratuitamente y contribuyen a mejorar el medio ambiente. Aunque solo fuera por esto, deberían figurar -igual que los corros de gente tomando el fresco- como un bien inmaterial de la humanidad.