“Una vez que usted lo transmute en poesía, todo eso será cierto y los personajes estarán vivos. El arte verdadero está por encima del falso honor”. Nabokov, Pálido fuego.

Paul Valéry, en Monsieur Teste, atiza al lector de la siguiente manera: «El infinito, querido, es bien poca cosa; es una cuestión de escritura. El infinito solo existe sobre el papel». Pienso en algo que leí de Pau Luque y mezclo épocas y escenarios: Valéry, consciente de que los poetas ya fueron expulsados una vez de la polis griega, se dirige a estos para zarandearlos y decirles que espabilen, que el lenguaje es un arma, una espada que han de usar para reivindicar su lugar intra muros.

Esa posición combativa aparece también en un vídeo de Youtube: Vicente Monroy, en la presentación de Estaciones trágicas, hurta la palabra «utilidad» a la lógica del mercado y asegura que “la literatura es utilísima, una forma de encriptar el medio”. En mi cabeza: un conocido dibuja una mueca cuando le digo que el derecho ya me aburre y que la literatura empieza a ser algo más. Asegura que no sirve para ganarse la vida, y me dice que esa soft skill quedará muy bien en el currículum (!) que habré de presentar para entrar en una firma de abogados. Repito una y otra vez ese momento imaginariamente, y sustituyo el silencio posterior por las palabras de Monroy.

“La literatura nos capacita para reflexionar sobre la integridad misma del lenguaje”, y este es “una forma de medirnos con el mundo”. Después de escuchar esto, decidí seguir la pista al autor toledano. Y como los gustos literarios se guían, sobre todo, por disposiciones afectivas, sin ser ni siquiera espectador aficionado, leí con mucho gusto Contra la cinefilia: un ensayo escrito por alguien que habla desde el otro lado, el del cinéfilo que, después del embrujo, busca una relación más sana con las imágenes.

Algunos teóricos ambiciosos se atrevieron a ver el cine como un arte que, en un siglo, fue capaz de encarnar todos los movimientos que en las otras ramas habían transcurrido a lo largo de cientos de años

Ese embrujo es conocido como “efecto de sutura” en la jerga de los teóricos. En la sala, los límites de la ficción se difuminan momentáneamente y el espectador, a lo largo de la proyección, puede atravesar la pantalla. Duhamel aseguraba que mientras veía una película no podía pensar, porque las imágenes en movimiento sustituían a sus pensamientos. Cada uno en su butaca, puede llevar a cabo un suicidio temporal de su parte consciente. Con el cerebro superpoblado de representaciones cinematográficas, avanza el ritual. Esta visión romántica lleva al cinéfilo a descartar la idea de la pantalla como algo exógeno. Él “quiere que forme parte de su propia fisiología”. Así, podríamos hablar de la eficacia constitutiva del cine, cuyas lentes se confunden con las del individuo. Cuando se encienden las luces, la forma de ver ha cambiado.

Cuando salen, en la calle, algunos sufren un choque postraumático al toparse con la realidad insatisfactoria. El escritor analiza ese momento posfílmico —un stendhalazo en diferido— y uno siente las ganas de experimentar lo mismo. Ahora entiendo a mi amigo Gonzalo, que en el Erasmus me envió algunos documentos impregnados de cinefilia e intuí algo de profundidad (que solo se quedó en eso, en una intuición).

Teniendo en cuenta ese potencial, podemos entender el lugar que el cine ocupó en el siglo pasado. Cuando las demás artes buscaban la destrucción de un lenguaje atávico, el arte neonato solo tenía que construir, observar el apocalipsis estético desde el otro lado, libre del deber de enfrentarse a un pasado plúmbeo. Algunos teóricos ambiciosos se atrevieron a ver el cine como un arte que, en un siglo, fue capaz de encarnar todos los movimientos que en las otras ramas habían transcurrido a lo largo de cientos de años: el clasicismo y los mármoles del blanco y negro, el renacimiento posterior, seguido del manierismo de Billy Wilder. El modernismo después, ¿y ahora? “El cine redunda como un eco cada vez más débil en un universo condenado a la repetición”, asegura Vicente.

Las plataformas de streaming lanzan versiones, remakes, series basadas en películas. Una oferta amplísima y precaria, que no sirve al cinéfilo como punto de apoyo. Para construir una biografía íntima, el cinéfilo debe alimentarse de los azares de la programación, abrazar el elemento fortuito, intercambiar puntos de vista y permitir que las discusiones giren en torno a ideas fermentadas. La urgencia de la opinión y las aplicaciones que te animan a puntuar con estrellas lo que acabas de ver optan por el movimiento perpetuo.

Acabé el libro y me puse una charla de David Lynch. El director de cine empezó a hablar del proceso creativo y la paciencia que lleva aparejada. Sonaba bien, hasta que se puso el traje de gurú y animó a los asistentes a practicar la meditación trascendental. Tecleé esto último en Google y decidí que vería la primera película de David Lynch cuando me olvidara de las cosas que leí a raíz de esa búsqueda. En Filmin, vi una lista con las películas favoritas de Lynch. Una era El hombre de la cámara, de Vertov. ¡9,1 estrellas! La portada me recordó a algo que Monroy subió a las redes y le di al play. El ejercicio de puntillismo del director ruso me recordó a la actitud inquisitiva del autor toledano. En el libro, Vicente es un flaneûr que pasea cerca de la pantalla y capta los matices del espectador avezado. Pasa al otro lado. Rompe la cuarta pared y nos anima a apostar por la vigilia de la vista frente a la soñolencia de la mirada.

No necesité entender mucho de cine —ojalá que nunca llegue a ser un “entendido” en nada— para disfrutar de un ensayo poblado de referencias y puertas abiertas, que nos invita a sutilizar la mirada, a captar los detalles impertinentes y, sobre todo, a darnos cuenta de la importancia del lenguaje (cinematográfico, pero no solo), que ha de servir como herramienta para acotar fragmentos en un mundo deslavazado, para usarlo a modo de escalpelo con que diseccionar la realidad. Pau Luque dice que “las palabras a menudo ven más que los ojos”. En un diálogo imaginario, Vicente Monroy contestaría que sí, y añadiría: “nuestra forma de mirar es en gran medida nuestra forma de ser”.