Algunos podríamos hablar de episodios extraordinarios a los que apenas dimos importancia cuando los vivimos. De prodigios en los que nunca reparamos mientras ocurrieron, de maravillas, de portentos, de caricias condenadas al olvido a pesar de ser cercanas. Sencillamente sucedían. Así. Sin más. Espontáneas y fugaces.

Y es que, en el universo familiar las cosas tienen lugar sin ruido ni alharacas. Surgen con la naturalidad con la que crece el trigo y se suceden al ritmo que las estaciones marcan, bajo igual dictado. Es un devenir, el suyo, instintivo. Tan natural como el de la sementera. O igual que el de la enredadera que alcanzo a ver desde mi escritorio en un extremo del jardín y que, ahora, con la llegada del estío ha perdido cuanto pudiera quedarle de frescura. Está abatida. Sin aliento. Ni rastro en ella de la frondosidad de antaño. Parece definitivamente vencida por la canícula pero en su debido momento llegará, puntual, la primavera y entonces volverá a trepar con la fuerza acostumbrada por la fachada de este caserón en el que de común escribo. El universo familiar, la enredadera. La vida en estado puro y los ciclos que la gobiernan.

En el universo familiar las cosas tienen lugar sin ruido ni alharacas. Surgen con la naturalidad con la que crece el trigo y se suceden al ritmo que las estaciones marcan, bajo igual dictado. Es un devenir, el suyo, instintivo.

Era un tiempo, el de la crianza de los hijos, de milagros. De conquistas dignas de ser cantadas. Qué otra cosa, si no, los balbuceos del recién nacido, la diferenciación de las formas, la primera sonrisa, el descubrimiento del llanto como forma de expresión, la articulación del lenguaje, la coordinación del movimiento o los incipientes pasos. Sin duda, aquellos logros eran auténticas proezas pero mientras acontecieron nunca fuimos conscientes de cuanto tenían de excepcionales. Sucede que el hábito los convirtió en vulgares y poco a poco se escurrieron por el sumidero de la memoria. Sí, lamentablemente aquellas gestas protagonizadas por nuestros hijos en sus primeros meses de existencia se perdieron para siempre con las horas y las cosas, sin embargo, aún hoy te pueden dejar pasmado. Y es que, la vida sorprende a veces con los recuerdos. A mi me sucedió hace días.

Hacía calor. Yo caminaba despreocupado por la plaza Fray Diego de Deza y al pasar junto al busto del dominico mi nieto, con apenas trece meses, pronunció su primera palabra. Me sonrió desde la sillita de paseo y fue justamente entonces cuando, de manera totalmente inesperada, me di de bruces con el lejano tiempo de la crianza.