Este verano que lucha contra el virus como un gato panza arriba me pide que deje por escrito aquello que regala, y olvide lo que me quita. La verdad es que no escribo un diario de mi vida desde que lo estrené en plena adolescencia dejando constancia de aquella edad tan pujante e ilusionada como si empezase a vivir, como si lo que sentía dentro de mí fuese todo nuevo para ponerlo por escrito. Una nueva realidad se nos ha puesto a todos encima como una nube terca que no la quitan ni vientos ni estaciones. Atrás quedaron aquellas costumbres que no eran sino rutinas, y a las que a veces calificábamos con poca nota por ser algo cotidiano o poco digno de mención. Ir al cine, al teatro, a un concierto, a la cafetería o la casa de amigos y familiares en cualquier celebración.

Aquello tan usado y común se volvió inusual y peligroso. Una nueva realidad se impuso en el planeta con la fatalidad y extensión del diluvio universal, del tsunami que invadió nuestras calles y hogares para hacernos tan distintos y alejados que casi nos frotamos los ojos para preguntarnos si no es solo un sueño o una mala pesadilla. Ya sabemos que el virus no duerme y conviene andar despiertos, precavidos y vacunados para no contagiarse. Ahora que echo en falta aquel vivir despreocupado empiezo a escribir de nuevo un diario para registrar los momentos estelares de mis días en que he podido ser feliz sin proponérmelo como bañarme en la playa o en el río, salir al campo, tomar un refresco en una terraza, caminar con mis nietos, leer...; juntar cosas así y hacer versos, con rima o sin ella. Eso es ciertamente la poesía, aquel arte que teníamos entre manos y no sabíamos que éramos afortunados por el solo hecho de vivirlo tantas veces, y darle el nombre de rutina. En Zamora decimos “matar el rato” refiriéndonos a ese ocio común de conversar tranquilamente mientras pasa el tiempo. Me apropio la frase en latín que dice: “Horas non numero nisi serenas”. Traducida vive a decir que cuento y guardo solo las horas tranquilas.

La normalidad ya tarda por nuestra prisa. Mientras tanto anoto, como decía, los ratos que puedo vivir como antes, salvando espacios y distancias, matando el rato con más calma si cabe y precaución

Suele ocurrir que las mejores cosas de la vida son las que vives sin pedirlas a la carta, la existencia sin sobresaltos, la costumbre de lo cotidiano, lo que puedes hacer sin perjuicio tuyo ni de otros. Poco a poco queremos volver a esa normalidad que ahora nos parece un don del cielo, de la ciencia, o todo junto pero sobre todo de nuestro propósito de ser normales como personas en sociedad, esto es, solidarios, prudentes, conscientes del riesgo agazapado, para volver a los hábitos de antaño sin retrocesos, o nueva ola de contagios.

La normalidad ya tarda por nuestra prisa. Mientras tanto anoto, como decía, los ratos que puedo vivir como antes, salvando espacios y distancias, matando el rato con más calma si cabe y precaución. Al fin y al cabo de vivir se trata y “con sentidiño”, como dicen en esta esquina de España que es Galicia donde hasta el verano se resiste a ser normal.

Abro mi diario de adolescencia y releo lo que escribí con cierto aire de triunfo cuando fui elegido por el profesor para rotular la frase del mes en el frontis de la pizarra. Recordaba una que probablemente me mandaron copiar antes como correctivo muchas veces, pero no me disgustaba y la escribí una vez más para cumplir el encargo: “La virtud más eminente es hacer sencillamente lo que debemos hacer”. Pues eso.

Buen verano. Y escriban conmigo lo que vayan viviendo sin desvivirse.