El monstruo que había en el armario de debajo del fregadero pedía cada vez más y yo lo alimentaba para que no se enfureciera, porque mi condescendencia no me permite grandes conflictos en la vida y porque creía que esta era la mejor manera de tenerlo controlado.

Pero el monstruo no paraba de crecer y pronto se adueñó no solo de la cocina, también de toda la casa. Yo me marché de vacaciones y lo dejé estar, con la esperanza de que, a mi regreso, se hubiera largado por falta de alimentos. Pero al volver, el monstruo era dueño de todo el barrio, se había multiplicado nadie sabía cómo y una de sus extremidades se había instalado en la oficina de registros públicos. Ahora no hay quien lo saque de allí porque se ha aficionado a los desechos de la trituradora de papeles.

De vez en cuando el monstruo ruge y se traga a uno o varios individuos, o los deja fuera de su casa a través de una orden de desahucio, o cosas incluso peores si vivimos en países en los que la monstruosidad es el pan de todos los años

En realidad, el monstruo que vivía en mi casa era parecido al que vive en muchas otras casas, en especial las que disponen de televisión, que son casi todas. Por lo que su proliferación no cayó de sorpresa, era lo que tenía que ocurrir. Al fin y al cabo, que las fantasías se adueñen de la realidad es algo que viene pasando desde que las fábulas son fábulas: estas existen para advertirnos de lo que sucede sin que nos demos cuenta, de manera que cuando nos damos cuenta es siempre tarde, precisamente porque no nos tomamos tan en serio las fábulas como deberíamos.

Es más, la mayoría de las familias le dan de comer a su monstruo tal y como yo hice, y por el mismo motivo: es mejor tener una vida tranquila que no estar continuamente enfrentado a la adversidad. Por esta misma razón pagamos el recibo de la luz, por esta misma razón no decimos nada cuando el Banco nos cobra por cualquier ejercicio de depósito, transferencia o extracción de efectivo.

La ciudad llena de monstruos, con los que nos hemos acostumbrado a habitar, es algo tan normal que ya no da miedo. Su carácter es irascible y a veces violento, desde luego mucho más violento que los dinosetos que adornan algunas de las ciudades pero su presencia está asimilada del mismo modo.

En cualquier caso, siempre hay quien se enfrenta al monstruo y le niega el alimento. Pero por poco tiempo. Pronto cede a las presiones familiares o de los vecinos que no soportarían el hecho de que el monstruo la tomara también con los allegados de la víctima. Esto sin contar la casi imposibilidad de llevar a cabo la negación al completo. Habría que dejar de hacer tantas cosas que podríamos caer en la locura al intentarlo. Otro asunto es que creamos que no le damos de comer cuando en realidad no paramos de hacerlo. Una vez conocí a un tipo que se ufanaba de mantener a raya todos los monstruos habidos y por haber pero que para matar los nervios en su afán de vigilancia recorría en automóvil kilómetros y kilómetros llenando el depósito de gasolina para que la manguera de las respectivas estaciones de servicio llenaran el estómago de un enorme monstruo con forma de refinería situada en algún lugar del mundo.

De vez en cuando el monstruo ruge y se traga a uno o varios individuos, o los deja fuera de su casa a través de una orden de desahucio, o cosas incluso peores si vivimos en países en los que la monstruosidad es el pan de todos los años. No es una distopía, es el maldito espejo que nos devuelve la cruda realidad cuando por un día, hartos de alimentar al monstruo que vive debajo del fregadero, nos encerramos en el cuarto de baño para llorar un poco y, de paso, hundirnos en la brevedad de los sueños de las fábulas, esas que tanto nos mienten para que podamos soportar esa realidad que los espejos nos desvelan cuando nos miramos a los ojos.