Tercer y último día en Oslo. El barco es un transporte público. 2018 y el coronavirus es un tecnicismo que solo entienden los expertos. La bandera de Noruega ondea en proa y destaca sobre el cielo gris. Destino: Hovedøya. Un pueblecito en una isla amarilla, azul y roja. Chalets con colores pastel para gente adinerada. Casas de madera y parques individuales donde juegan los niños el fin de semana. Hoy es miércoles y la isla está vacía.

Un año antes, solo habías salido de España para participar en intercambios. Ahora, los turistas que comen helados, compran y comparten experiencias, hablan muchos idiomas —que oyes como un soniquete uniforme—, fotografían su meñique delante de un edificio espantoso… Todos esos turistas no te parecen una plaga porque tú eres una termita más.

En mitad de la isla, las ruinas de un convento cisterciense llenan la realidad de poesía y la descargan de verosimilitud. Reverbera el eco de un monje exclaustrado. Verde sobre marrón

Ahora, en mitad del torbellino de un Erasmus frenético, el silencio de Hovedøya, la ausencia de multitudes te coloca en estado febril. Soledad en puñados de a cien. Toma y haz lo que quieras. Respiras profundo y coges el móvil. Haces una video llamada y conectas por primera vez en la historia dos puntos del globo terráqueo dispuestos a morir sin saber que un día fueron: Hovedøya y Palacios del Pan. Euforia al principio: el primer hombre en pisar la luna. Ridículo después: la carcajada de un muchacho de veinte años, nacido en 2050.

En la pantalla, una mesa con muchos platos y gente que quiere hablar contigo. Tu abuela no te dice que estás más delgado, te pregunta cómo es posible. Incrédula, pasa el móvil al siguiente familiar y el abrazo no le llega.

Solo otra vez. Podrías sacar el papel y aprehender lo que ves con tu verdad, unas pocas palabras. No. El viento arrecia, los columpios se mueven solos. Pondrás por escrito Hovedøya después del vendaval. ¿Qué harán G. y M. al otro lado de la isla? ¿Sentirán el mismo vértigo? ¿Habrán mirado el reloj muchas veces o contemplarán el paisaje sin más? ¿Se habrán asustado al escuchar mi grito?

Zamora y Hovedøya, amigas desde hace una hora, se dan cuenta de que, además de un muchacho pelirrojo y un móvil, hay otras cosas que les unen. En mitad de la isla, las ruinas de un convento cisterciense llenan la realidad de poesía y la descargan de verosimilitud. Reverbera el eco de un monje exclaustrado. Verde sobre marrón. El musgo y las raíces trepan por la piedra vencida para que la tierra cumpla con el proverbio: también las ruinas perecieron. Verde sobre marrón en la Granja de Moreruela. Un monasterio, también cisterciense, rodeado por un mar, no de agua congelada sino de trigo que pide cosecha. El aire sopla detrás de ti y la ola se pierde entre el amarillo, más allá del horizonte virgen.

Hoy estás en un convento en ruinas, lejos de casa. Solo de nuevo. Junto a tu soledad, la soledad de los otros dos. Tres soledades acompañadas. En 2021 conducirás hasta la Granja de Moreruela y otra vez el verde sobre el marrón. La asociación feliz te entregará una porción de pasado.

El 2021 hosco, tozudo y agitado reclama tu vuelta. El 2018 te concede la última palabra.

¿Qué no cabe en esta isla? Las ruinas a punto de desaparecer y los columpios recién pintados. La ausencia de multitudes y la bandada de pájaros que rompe el silencio. Los huesos del animal muerto y el cuerpo joven y desnudo en el agua. El barco se asoma al fondo, entre la neblina. Estás sentado en un banco y la lluvia débil te arropa. En la madera desgastada, hay unas letras en inglés esculpidas con unas llaves. Algún fan de Cheever ha escrito: “Esto parece el paraíso”.