Un periódico de 1989 y una noticia sobre Felipe González cuyo titular no recuerdo. El papel rígido está en un armario destartalado, y el armario es una pieza más del mobiliario de una casa, ahora deshabitada.

En 1989, sus últimos habitantes abandonaron Salto de Castro, un poblado que se levantó para resguardar a quienes trabajaban en la central hidroeléctrica que veo desde aquí. Desde esta ventana, me siento habitante de un pueblo fantasma, una aldea en blanco y negro que se llena de recuerdos, expectativas y el aliento frío de las inquietudes. Todas vienen, convocadas por un papel ajado de 1989.

¿Quién habitó este microcosmos? ¿Soñaron con huir, o su valentía y temor echaron raíces en este suelo? ¿Cuál fue la comidilla que avivaban las abuelas a la salida de misa? ¿Bebían y danzaban aquí o se desplazaban ilusionados a las fiestas del pueblo vecino?

Unas letras borrosas que alguien leyó o pasó por alto hace más de 30 años. Ahora, visten los muros con papel pintado, cuelgan de la pared un anuario del siglo XX, traen de vuelta la barahúnda formada por los niños al salir de clase, hacen sonar el campanario sin campanas y dejan caer sobre los fantasmas una manta de piel y huesos.

Al otro lado del cristal roto, aves extintas vuelan y se confunden. Los colores encendidos de sus plumas destacan sobre el azul artificial y sin nubes. Las rocas se asustan al ver su reflejo inacabable en las aguas del río. El horizonte es una media sonrisa, que acuna y adormece. No es el paisaje noruego que desató un grito en las entrañas de Munch. No es Niágara ni hay cataratas iluminadas por las lucecitas del progreso. El demiurgo de las tierras de Aliste ha optado por el abandono y la calma.

Las motas de polvo flotan a este lado de la ventana, movidas por un aire que traslada un bullicio lejano: el rumor de los desarraigados. La mano de obra ya no era necesaria y el poblado se quedó vacío. Ni bombas nucleares, ni guerras civiles. La falta de trabajo es lo que convirtió este puñado de piedras en un lugar inhabitable. ¿Quién fue el último vecino? ¿Seguirá vivo? ¿Volverá de vez en cuando para abrazar su pasado o preferirá guardar en su memoria una imagen sin casas derruidas?

¡Acción! La iglesia parece el set de una película. Aparecen los actores y un señor nervioso con un megáfono. Los pájaros han anidado en el techo. Las arañas han tejido hilos que acumulan polvo, insectos moribundos y confesiones de las abuelas del coro. Todas juntas en aquel rincón: voces agudas y domingos de vermut. El decorado de la película es una obra de arte surrealista. Una mona lisa con bigote. Un altar lleno de musgo y grafitis donde antes hubo un retablo y una cruz. El campanario sin campanas repiquetea. Tocan a fuego. Y ahora a muerto. Tocan a misa. Y ahora a tormenta. El poblado lanza sus recuerdos al aire. Tus amigos y tú salís corriendo. ¡Corten! Fundido.

Un papel de 1989 que invita a viajar. Unas hojas desechas, empapadas de alegrías, felicidades chiquitas y miedos invencibles —siempre los mismos— de quienes pasaron aquí la mitad de sus vidas. El periódico vuelve al armario desvencijado. Ya lo encontrará otro alguien y poblará de nuevo estas ruinas con vivencias imaginadas. Un periódico cuyos titulares no recuerdo y con secciones de actualidad que se me olvidaron antes de leerlas. Sepa ese alguien que la ficción también tiene cabida en estas páginas.