Como una carambola negra, el viento del azar ha querido que en el mismo mes -en julio- se apagaran las vidas de dos amigos que vivieron la historia intensa de su amistad bajo la sombra innegociable de la poesía. Si en ese mes moría hace ahora 22 años Claudio Rodríguez, hace tan solo unas semanas nos dejaba su gran amigo, el profesor José Ignacio Primo, miembro fundador del Seminario Permanente Claudio Rodríguez y lector sin tregua, como él mismo recalcó siempre que pudo hacerlo, de la obra del gran poeta zamorano, una obra que le acompañó hasta el último día de su vida porque en ella siempre encontró, inagotables, las mismas dosis de revelación y de misterio, como el propio José Ignacio declaró en su entrañable libro Luz que es amor y otros escritos sobre Claudio Rodríguez, donde ofrecía claves personales que iban más allá de un simple acercamiento literario a su poesía.

Es imposible querer comprender el sentido último de la poesía de Claudio Rodríguez sin advertir en sus versos esa encarnación especial en la vida. José Ignacio Primo lo sabía muy bien. Sabía que esa poesía tenía profundidad extrema aunque oculta bajo una naturalidad expresiva que corría el riesgo -calculado sabiamente por el poeta, sin duda- de velar, de disimular el alcance de lo que en el poema se decía, precisamente por invadirlo de transparencia. Y son esos dos vectores, profundidad y naturalidad, los que alentaron la postura de José Ignacio como lector convencido de una poesía que iluminó la vida, la suya y la de los demás, tanto como la perturbó.

Hoy es el Seminario quien quiere unirlos a los dos, recordarlos como tantas veces los vimos, alegres y abrigándose en el entusiasmo, brindando por la vida y por la verdad insobornable de la poesía

Era René Char quien decía que un poeta debe dejar indicios, no pruebas, de su paso por el mundo. Pocas obras poéticas como la de Claudio Rodríguez lo exponen así. Y fue esa oblicuidad misteriosa la que persiguió con denuedo José Ignacio en pos de llegar a los últimos brillos -a veces entusiasmados, a veces dolorosos- que vinculaban la vida y la poesía en el discurso fluyente de esta escritura sapiencial, siempre a tono con el quehacer vital humano. Ya el título de aquel último libro, Casi una leyenda, deja entrever esa idea de la vida compuesta por trazos que mezclan en superposiciones imprevisibles lo sucedido, lo presentido, lo fallido, lo inminente. El propio José Ignacio Primo habló certeramente de este libro como de una obra repleta de intuiciones nebulosas, a la vez que muchos de los versos rebotaban hacia atrás en tendencia imparable a la retrospección, a la aceptación de la vida como materia inaugural de vislumbres pero también como sucesión de desapegos en los que se impone la inmediatez del hecho de vivir. Ese es su trasfondo: sencillez y verdad se amasan entre sí para mostrar precisamente la responsabilidad y la gracia que significa el hecho de estar vivo. José Ignacio Primo supo entenderlo así en su propia vida y se dejó acompañar por esta poesía suficiente, en el convencimiento de que ella modulaba cada acto de su existencia. Hasta el último día de su vida, el profesor y amigo se aferró a los versos de Claudio para irse despidiendo del mundo tal como tantas otras veces lo había hecho para celebrarlo; su hija Isabel nos contaba cómo esa misma mañana de su muerte, el pasado 1 de julio, José Ignacio seguía sumergido entre los versos de Claudio para cruzar con ellos la última aduana.

¿Qué más se puede decir? El Seminario Permanente Claudio Rodríguez siempre ha procurado escribir un texto para este periódico en los alrededores de julio recordando al poeta zamorano. Fue José Ignacio Primo quien se encargó de ello más de una vez para estar entre palabras un poco más cerca de su querido amigo. Hoy es el Seminario quien quiere unirlos a los dos, recordarlos como tantas veces los vimos, alegres y abrigándose en el entusiasmo, brindando por la vida y por la verdad insobornable de la poesía. Nunca te olvidaremos, compañero. Tu serenidad, tu defensa de la justicia en cualquier causa, tu sabiduría revestida de discreción, tu firme posición ante los perseguidos, tu persistente indagación en el espesor de la poesía que tanto te ayudó estarán presentes en el corazón de cuantos supimos, de tu propia mano, por qué debíamos seguir tasando y difundiendo los versos estremecedores de quien fue para ti un hermano más que un amigo. Siempre nos acompañarás, querido José Ignacio.

(*) Miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez-