Es ahora, cuando la tierra pierde la piel resequida por el sol, el mejor momento para retratar el alma de donde habitamos. Aflora amarilla, deshilachada, yerta, crepuscular. Vivimos sobre un volcán apagado que muestra su cara más transparente en verano, ahora. Zamora, al menos su parte más oriental, se desnuda en estío y muestra sus redondeces menos acabadas; la belleza, dicen, de las imperfecciones; quizás el lado más brillante de la vejez.

Algo le pasa a esta provincia donde hasta las alondras han cambiado la modulación de su canto, es menos sicalíptico, más terrenal y apagado. Es como si se estuviera doblando y amenazara con quebrarse. No es este un verano más en esta tierra vesicular donde la nada tiene forma de pistola. Quien quiera verlo que lo vea, pero Zamora está enferma y no se va a curar solo con un tratamiento contra el covid.

El estío ha llegado con dolor de pecho y ya ni los pueblos suenan a bicicleta, que niños y adolescentes no hacen multitud y andan perdidos por las esquinas jugando al Fortnite. La pandemia nos ha robado los sonidos, pero el tiempo, la abulia y ese sentir hacia dentro heredado de nuestros antepasados, nos están rematando.

No es verdad que el ámbito rural esté resucitando y recuperando mimbres para hilvanar el cesto del futuro, no. Los pueblos no se anuncian con focos de neón, que cada vez tienen menos farolas, aunque en sus valles brote la electricidad que se consume en las grandes ciudades y llene de números las cuentas bancarias de otros que viven lejos, más allá de las montañas.

El verano se ha desteñido porque lo abrimos creyendo y ahora nos han dado una pasada de herbicida que nos ha puesto a temblar. Nosotros sí sabemos de desgastes y crisis emocionales, cabalgamos sobre ellas sin descanso. Lo volví a escuchar ayer: “¿Qué fue de aquel tiempo en que los pueblos rebosaban de gente y vivían todos los abuelos?” Pues que se nos ha ido y con COVID o sin él sabemos que nunca va a volver.