Uno. Sucedió hace casi cincuenta años. Era una noche de verano, en pleno mes de julio, cuando la canícula diurna había dejado fritos los cuerpos de tres adolescentes: Joaquín, Pedro y Evangelina. Los tres vivían tranquilamente en un pequeño pueblo del norte de la provincia. El nombre, hoy, es indiferente. El caso es que esa noche, cuando regresaban a sus casas para descansar de un día como otro cualquiera, se encontraron con una sorpresa: acababa de fallecer el abuelo Baltasar. Con apenas cincuenta años, había dicho adiós sin despedirse de nadie. Un derrame cerebral, como se decía entonces, apagó su vida en solo quince minutos. Cuando los tres chiquillos llegaron a casa, solo pudieron ver un cuerpo tendido en una cama, durmiendo plácidamente, mientras a su alrededor se escuchaban las voces de un desconsuelo que traspasaba los muros de la habitación. La escena ya nunca jamás se apartó de sus cabezas. Siempre caminaba con ellos, como una sombra que te recuerda permanentemente que la vulnerabilidad está ahí, al acecho.

Dos. Sucedió hace casi cuarenta años. Mientras que la inmensa mayoría de las personas andaban pensando en cómo sobrevivir a la vida cotidiana, un chiquillo de apenas quince años se encontró, de golpe y porrazo, con una fortuna descomunal. El abuelo paterno acababa de fallecer y en el testamento le dejaba una parte fabulosa de la riqueza y el patrimonio que había acumulado a lo largo de una vida tejida con los sudores de cientos de trabajadores. Alberto, que así se llamaba el rapaz, percibió 250 millones de pesetas, casi un millón y medio de euros. La noticia corrió como la pólvora por las calles de una ciudad más bien pequeña, donde apenas pasaban cosas relevantes. El nombre, hoy, sigue siendo indiferente. Lo relevante fue que Alberto, en solo veinte años, había malgastado tan ingente herencia en la satisfacción de unas necesidades poco confesables, pero que ustedes pueden imaginar. Con el paso del tiempo, se convirtió en un donnadie. Hoy suele caminar cabizbajo, imaginando lo que pudo haber sido su vida y nunca fue.

Tres. Sucedió hace varias semanas. Imaginen un escenario habitual: el salón de casa, una televisión encendida a la hora de comer y los miembros de una familia integrada por los padres y dos chavales, Martina y Roberto, de 16 y 25 años. Como durante los últimos 18 meses, la presentadora del noticiario enumeraba los datos de la pandemia: contagiados, fallecimientos, enfermos ingresados en los hospitales y en las UCI, etc. La novedad de ese día era que una de las personas que había ingresado en la UCI la noche anterior era el hermano de la madre. Con apenas 58 años, el virus estaba haciendo mella en él. Siete días después, fallecía, integrando las estadísticas que la presentadora del telediario divulgaba al día siguiente. Desde entonces, en la casa han cambiado algunas cosas. De las conductas suicidas, alentadas por unos padres irresponsables, se ha pasado a un respeto absoluto a un ser misterioso que acojona. De donde se deduce, una vez más, que aquí todos somos vulnerables. Aunque algunas personas aún no se lo crean.