Es verano y lo sabemos, por ejemplo, porque hay bicicletas tiradas en el suelo y puertas entreabiertas y nietos que llegan a buscar algo rápido para merendar. En la plaza preguntan en alto “¿de quién será ese mozo?” y afirman que la muchacha que ha venido con los de la calle de abajo “es forastera” y lo saben, dicen, a ciencia cierta.

Es verano en el pueblo y lo sabemos, te sonará, porque están subidas hasta las persianas de las casas que llevan un año sin ver un alma. En las calles hay juegos nuevos, por ejemplo: ese coche es de la del maestro, que tiene una pegatina en francés, o por la bicicleta no la saco, se la habrán comprado nueva este año.

Venían al pueblo porque el pueblo era el primer lugar donde éramos libres. Siguen viniendo, me parece, por lo mismo

El nombre de mi pueblo, 40 habitantes en invierno, tiene etiqueta en Instagram. Entré el otro día y no conocía a ninguno de los chavales que salían en las fotos y en los vídeos, pero las escenas ocurrían sobre el mismo cemento con el que nosotros nos raspábamos los muslos hace, a ojo, unos veinte veranos.

Lo que pasaba me lo sé de memoria, estuve allí: una muchachada de seis o siete, por ejemplo, ocupaba un carril de la carretera con sus bicis camino al bar a por un helado o unas bolsas. Hay un malote, siempre lo hay, que es el que ya fuma y el que derrapa y el que mírame que voy sobre una rueda.

Identifico a la que parece la líder, siempre la hay, porque tiene esa cara de actriz de Hollywood de los años 50 que tienen tantos en la familia de mi abuelo, pero no nosotras. Y entonces me salen las cuentas: no los reconozco porque no sabía ni que habían nacido, son los quince años que he estado fuera hechos carne, melenas, barba incipiente, acné.

Están, como lo estábamos, muy contentos de volver a juntarse en el pueblo y pasar unas semanas, un mes, un verano haciéndolo todo juntos, también aburrirse. Ellos tienen “stories” para inmortalizar hasta la escalada de una hormiga por el pie derecho; a nosotras nos quedan esas fotos mate que nos hizo la madre de Gema cuando bailamos la de Britney Spears.

Yo a su edad ya empezaba a preguntarme por qué venía a pasar agosto en un pueblo estepario como el nuestro gente que vivía en Cataluña y el País Vasco, con esas costas, o en el área metropolitana de Madrid, donde estaban los parques acuáticos en los que grababan el Club Megatrix especial de verano.

Nosotras, las menos, estábamos en el pueblo siempre que no había clase y lo teníamos todo más visto que el tebeo y lo que queríamos era estar en remojo como estaban todos los españoles por esas fechas según el telediario y en nuestro pueblo no había ni piscina ni un triste chorro vertical. La fuente del parque, guerras de globos de agua, la fiesta de la espuma.

Me costaba entenderlos hasta que llegaba la hora del fresco y volvíamos a la calle con zapato cerrado y una chaqueta atada alrededor de la cintura y nuestras abuelas nos dejaban la llave del portón en algún lugar tan estratégico como detrás de la ventana con la ventana entreabierta y la persiana bajada. Venían al pueblo porque el pueblo era el primer lugar donde éramos libres. Siguen viniendo, me parece, por lo mismo.