Una facultad gris en una explanada de cemento armado. Jornada de salidas profesionales: suena el greenback boogie, el baile del dólar. Una firma de mucho prestigio cuyos abogados han ganado muchos pleitos en muchos tribunales: la jefa de la empresa dice que puedes ganar MUCHO dinero. El zumbido del micrófono suena por debajo. Todo lo que necesitas es: 1) Un buen expediente; 2) Estar dispuesto a agachar la cabeza; 3) Renunciar a tener un horario.

La ponente busca en vuestros ojos la ambición encendida. Se busca: esclavo del siglo XXI. 12 horas al día, iPhone gratis y cócteles exclusivos. Y nadie se queja. Ningún profesor expulsa a los mercaderes del templo. No os quejáis. ¿Por qué ibais a hacerlo?

No se queja el profesor-robot que adormece a los estudiantes con un power point de 2005 acompañado de una letanía monocorde e insulsa. No se quejan los buenos estudiantes (los malos no han ido): asienten con la cabeza, fingen asombro y hacen preguntas para convencerse de que la realidad es una serie americana. El veneno meritocrático ha sido inoculado con fortuna. Los ojos ilusionados brillan. Se dibuja en vuestras pupilas el signo del dólar.

La palabra que designaba el trabajo se definía por contraposición al tiempo libre. Ahora paseas por la calle y ves un work café. Tomas una cerveza con un amigo y después de una conversación grata le dices inconscientemente que ha sido muy productivo

Tampoco dice nada el catedrático ojeroso, experto en neolenguaje. Sube a la tarima y acompaña a la ponente. El zumbido del micrófono se eleva. No habla de prácticas no remuneradas, habla de «traspaso de conocimiento de la universidad a la empresa». No menciona una etapa inicial de explotación descarada y una posterior de explotación disimulada. No. Destaca la importancia del «crecimiento personal y la adquisición de soft skills». Azúcar glas para que vuestra generación trague una sustancia fétida.

El catedrático de los anglicismos y vestuario desenfadado se pone el disfraz de Will Smith y suelta un discurso infame. Ahí fuera todo está lleno de tiburones, así que espabilad. No es suficiente con ser bueno, hay que ser el mejor y demostrarlo día sí y día también. Coronas de laureles para todos y el mantra: todo esfuerzo tiene su recompensa. El catedrático sudoroso ha reído cuando ha dicho esto último. ¿Ni siquiera él cree que es verdad? Ha reído, pero no con la “a” (jajaja). Ha reído con la “i”: jijiji.

Si viniste aquí para avivar la pasión por el conocimiento, este no es tu sitio. Aquí se estudia para encontrar trabajo. Y solo eso. Encadenarás un máster tras otro u opositarás. Y después serás un nombre y apellido bajo un apartado escrito con negrita: capital humano. Hay que ganarse la vida y taparse los ojos para que la verdad no nos deslumbre. Todos los días os cambian la vida por futuro, susurra García Calvo.

Y susurra otra vez: decir es hacer. El lenguaje no es inocente ni neutral; araña, somete, golpea o adormece. Gaudeamus igitur. Suena el himno y ya eres oficialmente graduado en algo. Sanción oficial de conocimientos y palmadita en la espalda. El graduado dice: «¿Y tú qué haces ahora?» «Yo no puedo estar sin hacer nada», donde hacer equivale a trabajar. No trabajas y dices que no puedes estar sin hacer nada. Necesitas hacer algo. Necesitas trabajar. ¿Se puede hacer algo útil que no sea trabajar? No te extraña esta forma de hablar, ¿por qué iba a extrañarte?

Negocio: del latín nec-otium, no ocio. La palabra que designaba el trabajo se definía por contraposición al tiempo libre. Ahora paseas por la calle y ves un work café. Tomas una cerveza con un amigo y después de una conversación grata le dices inconscientemente que ha sido muy productivo. El trabajo ha colonizado el ocio y su lenguaje es la garra peluda que nos acaricia y nos pide paciencia. Más paciencia. Y un poco más.

Tu empresa organiza un cóctel para dar la bienvenida a un nuevo integrante: el catedrático nauseabundo ha sido nombrado consejero of counsel. ¡Anda! Eso era el traspaso de conocimiento de la universidad a la empresa.

Coges los power points acartonados, las acreditaciones de todas las conferencias y los manuales ajados con leyes derogadas. Metes todo en una caja de cartón. Vas a una casa de empeño y preguntas. «Nosotros no compramos ese tipo de cosas», contesta el joven al otro lado de la ventanilla. Años y años de universidad y has descubierto la verdad en una casa de empeño: el saber no tiene precio.