Estamos a mediados de julio; la mitad de España está de vacaciones y la otra mitad está deseando cogerlas.

El turismo veraniego es una de las grandes conquistas sociales hecha certeza en la transformación que nos llevó de la clase obrera a la clase media; un producto del que extraer beneficio. Nuestro país se enamoró del verano e hizo de él una industria poderosa. En estas fechas, todos los destinos elegidos son cautivadores, pero los pueblos poseen algo que, aunque no es de su exclusividad propia, sí lo es su manera de hacerlo perdurable.

A mis años, estoy en el momento adecuado para entender algunas circunstancias de la vida, como cuál es el camino hacia la libertad más allá de lo que esperan los demás de nosotros mismos. Como bien sabemos, ya desde nuestra infancia descubrimos que los veranos poseen la cualidad que nos proporciona la tranquilidad, en muchos casos, lejos de las responsabilidades opresoras de la vida cotidiana.

Esas noches de plaza y de amigos, de correrías por calles que hacen de la sombra su misterio; el despertar de una emoción olvidada y tan necesaria: la de sentirse vivos

Tengo muchos recuerdos de esta época del año en la que nos encontramos, pero hay uno que guardo con ternura y nostalgia: cuando era niña, le pedía a mi padre que apeara el coche en la plaza de mi pueblo para, desde allí, salir corriendo, por las calles aún sin asfaltar, hasta la casa de mis abuelos y ser la primera en abrazarlos. Se trataba de una rutina con la que daba comienzo cada verano.

La intensidad de los días se multiplica allí donde suceden las cosas dignas de ser recordadas: las jornadas inflaman los mercurios y nos asfixian en determinados momentos, pero, cuando llega el ocaso, la vehemencia del sol se calma; uno de los momentos más hermosos del día, que, si eres capaz de observarlo sin el hábito del miedo y sin los horizontes imposibles de alcanzar que ofrecen las urbes, serás partícipe de su embriagadora tranquilidad, del sosiego que aporta a quien lo observa en el privilegio de la anchura de los campos de los que hablaba Machado. Bien lo sabe también el que madruga y, sin embargo, observa sin urgencia los amaneceres donde todo nace. Ambos momentos hablan de sus ritmos, de sus colores y de su, en definitiva, plenitud, con una belleza que solo es descrita desde el poder de la imagen. Y no hay amanecer ni atardecer idéntico a otros.

La llegada de la noche, acompañada por lunas, en ocasiones, fascinantes, ofrece recomponerse del calor seco de Castilla al oriundo y al foráneo. Noches que avivan el sentimiento de libertad y dejan su poso en la memoria a la que acudiríamos en reiteradas ocasiones para recuperar parte de nuestra niñez. Esas noches de plaza y de amigos, de correrías por calles que hacen de la sombra su misterio; el despertar de una emoción olvidada y tan necesaria: la de sentirse vivos. Al regresar a dichas vivencias retornan las risas, la complicidad, el compañerismo, los momentos íntimos que eliges pasar con quienes más deseas. Era emocionante contemplar las constelaciones -abiertas en el cielo de nuestro pueblo para nosotros-, estar tumbada junto a las amigas, con las pupilas llenas de firmamento, mientras contábamos secretos y pedíamos deseos, aprovechando el paso fugaz de las estrellas; el paso fugaz de los años. Unos recuerdos que, por su intensidad, poseen el poder evocador de regresar a ese justo ahora inviable, fuera de los mismos; tus abuelos, su casa, el pueblo, la niñez personada de nuevo en el cielo imperturbable al que regresar año tras año. Ahora comprendo que el hechizo de todos aquellos momentos residía en su plenitud: instantes en los que tenías la certeza de no necesitar nada más que la propia vida.

La felicidad hace casa en las cosas más sencillas. Puede ser nada, siéndolo todo. Ese todo que olvidamos en la urgencia de la cotidianidad. Hace el verano acopio de sus noches y las entrega al que sabe hacer presente en ellas.

Abrid la memoria y ved adónde os lleva el rumor de aquellos días. El recogimiento que te hace sentir la viveza del roce de la brisa sobre el rostro, el olor a petricor, el sonido de la naturaleza... para ello, hay que mostrar esa actitud de asombro, curiosidad e incertidumbre olvidada, premisa de la humildad hallada en lo puro; esa con la que los niños descubren el mundo.

No creo que haya nada más fabuloso y dulce para un ser humano que vivir un verano en un pueblo español, teniendo cada uno su historia: esa que leemos, esa que soñamos, esa que creamos.

(*) Alcaldesa de

Faramontanos de Tábara