Al llegar el final de cada año hacemos análisis de conciencia y de acciones, sacamos del bolsillo la lista de todo lo que en teoría nos proponíamos mejorar un año antes y, beodos o no, añadimos y corregimos. El año natural es el que es y a nadie se le escapa. Sin embargo, yo estoy entre los que seguimos atascados en los ritmos escolares por siempre, cual condena sin conmuta posible. Resulta evidente que mi profesión, la de docente, influye enormemente en ello, pero a mi alrededor encuentro cada vez más personas que sienten lo mismo desde profesiones bien diferentes. El momento de reflexión y recomposición se acomoda mejor en el período de vacaciones, breve o no, que en la vorágine consumista de las navidades.

Las reuniones finales de cierre evalúan lo realizado y los objetivos incumplidos, una especie de lista de deseos a la que damos más cuerpo vistiéndolo de índices y estadísticas. Inmersa en uno de esos apasionantes procesos me vi verbalizando en una reunión a uno de mis superiores, que pedía ideas para que los trabajadores se sintieran valorados, que el amor está en los detalles. Su mirada me respondió que está menos familiarizado que yo con lo que el discurso literario impone y, probablemente, que su piel es más gruesa que la mía.

Desde entonces no he dejado de darle vueltas a por qué me vi presa de aquel arrebato romántico dentro del hastío matinal mientras hablábamos del horario laboral. La verdad es que, sin encontrar una respuesta, he acabado por aplicar ese filtro a todo lo que me ha ido pasando desde entonces. Casi siempre funciona.

La comprobación de que este mundo actual no tiene lugar para los ancianos me ha revuelto las tripas. Tanto discurso y tanta palabra hueca deberían ilustrarse con las imágenes con las que he convivido

Por motivos familiares me he visto enclaustrada en un hospital en los últimos días. La comprobación de que este mundo actual no tiene lugar para los ancianos me ha revuelto las tripas. Tanto discurso y tanta palabra hueca deberían ilustrarse con las imágenes con las que he convivido. He de decir que la parte más dulce se la llevan los profesionales, aunque no todos, y no así el ciudadano de a pie, hijo o nieto de los pacientes que compartían planta con mi madre y que se veían en la mayor de las soledades en el peor de los momentos. No es cuestión de protocolo, yo estaba allí, sino de las prisas y de las prioridades, a veces impuestas, a veces deseadas. Envejecer es triste y feo, no digamos ya la enfermedad. Sin embargo, me niego a creer que todas aquellas personas merecieran tal abandono como presunto castigo a su comportamiento. Los pacientes acompañados parecían tocados de un halo de privilegio comparable al que emanan las riquezas de las celebridades de moda, aún más cuando el sistema flaquea y los profesionales de la sanidad se ven sobrecargados de trabajo y el ocuparse de abrir un yogur o pelar una fruta resulta un detalle que se escapa de sus posibilidades. Detalles como cubrir una anciana semidesnuda cuando seguramente en su vida haya sido pudorosa hasta la obsesión. Detalles que bien merecemos todos y todavía más una generación que ha padecido tanto. Algo que tenía muy claro Miguel, uno de los enfermeros, que rascaba tiempo para conocer el nombre de cada enfermo, pese a que ni siquiera fuera de esa planta, y que me preguntaba si quería una tila, que siempre llevaba en su carrito para los cuidadores, porque él creía que debíamos cuidarnos un poquito. Muy probablemente no se contemple un indicador que contemple el comportamiento de Miguel.

Durante este tiempo he visto cómo en mi bar de cabecera me comprenden con la mirada y saben qué preguntar y cómo ayudar. Cómo la vecina de mi madre, después de enjugarse unas lágrimas, propone alegre hacerle una ensaladilla para intentar animarla. Cómo en mi teléfono hay más llamadas de una vecina o un amigo que de algún pariente directo. Detalles. De eso está hecho el sistema que funciona. Tanto el social como el laboral y, quien no lo vea, rechaza el camino del progreso y, de lo que es más importante, de la fidelidad y la implicación. De la lealtad.

Hasta que nadie lo demuestre, somos humanos y queremos que se nos tenga en cuenta y me temo que la justicia poética hará imposible que las cosas funcionen a pequeña o a gran escala mientras no resolvamos conflictos que, al parecer, son considerados menores en el día a día de nuestra existencia. Es posible que el mero hecho de utilizar términos como justicia poética y mi arranque romántico en aquella reunión no hagan más que demostrar que quizás mi reino no sea de este mundo o que, a lo mejor, me fijo en los detalles porque es la única forma de encontrar eso que deberíamos ser y seguimos sin saber ser. Eso que nos hace humanos más allá de lo que ganamos y qué puesto ocupamos, bien lejos de credos y estructuras que, pese a haber sido creadas para nuestro confort espiritual y físico, parecen convertirse en una excusa para escaquearnos de nuestros deberes como personas.