Algunos de mis compañeros en la facultad de Periodismo tuvieron la fortuna de contar con mi madre como profesora de Lengua y Literatura españolas en el instituto. Me confesaron que la apodaban la Teniente. Lo que no recuerdo es si era porque mandaba más que un oficial de dos estrellas con seis puntas, o por la expresión popular “estar teniente”, para decir de alguien que no oye.

Mi madre no tenía problemas de audición, pero eso sí, no atendía ni a ruegos ni a llantinas. Era implacable. Si consideraba que estabas suspenso, ya podías quejarte amargamente al director o al arcángel san Miguel, que como además era jefa de departamento, en una época en la que la libertad de cátedra y la autoridad del profesorado significaban algo, no había nada que hacer.

Lo comprobé en alguna ocasión. Cuando a causa de sus dolencias no podía corregir, y me pedía que usara el bolígrafo rojo por ella. En mi vida estudiantil he tenido varios profesores igualitos a mi madre. Profesionales serios que impartían su disciplina a un nivel muy elevado, por lo que exigían de sus alumnos un esfuerzo parejo.

Nunca me dio clase. Eso sí, cada tarde le entregaba mis deberes para que los corrigiera. No tengo plumas de pavo real porque no soy un pavo real, pero si las hubiera tenido, bien sabe Dios que las hubiera desplegado cada vez que calificaba mis ejercicios con un notable. En cierta ocasión, incluso la vi adjudicar un sobresaliente de 9 a un alumno. Pero juraría sobre el Master of Puppets de Metallica, una de las sagradas biblias del heavy, que de ahí no subió jamás.

Un día, después de haberle confesado mis ambiciones de ser escritora underground, era la época del grunge y la generación X, escuché como le susurraba a mi padre que escribir, yo escribía muy bien, pero que me faltaba imaginación. Se equivocaba, a loca de la casa no tengo rival. Loca de la casa, así es como denomina Santa Teresa a la imaginación. Lo que ocurre es que siempre he militado en el equipo de Luis Miguel Dominguín.

Aquel torero, que se saltó la norma no escrita que dictamina que un caballero nunca habla de sus conquistas amorosas. Y se justificó, argumentando que dormir con la actriz Ava Gadner, apodada el animal más bello del mundo, y no alardear de ello, era como no haber dormido con ella ni haber nada de nada. Y la metafísica está de su parte. Porque si un árbol cae en mitad del bosque y no hay nadie para escucharlo, ¿es posible afirmar que el árbol ha caído?

Admito que entiendo tanto de toros como de golf o ajedrez, es decir menos que nada, pero a fan del torero que acuñó el eslogan la verdad os hará libres, y si no lo hizo, debió de haberlo hecho, no me gana nadie.

Desde chica tengo la sana costumbre de presumir de mi vida, obra y milagros. Los buenos, y los no tanto. Incluso en esa etapa tan jodidamente rara que es la adolescencia. Como al resto de mortales, a mí también me sometían al tercer grado parental: ¿Por qué llegas tan tarde? ¿Dónde estabas? ¿Con quién? ¿Has bebido? ¿No estarás tomando drogas? Ante el que siempre me limitaba a contestar de igual modo: ¿De verdad quieres saberlo? Porque sabes que te voy a contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Y allí se acababa el interrogatorio.

El maestro Terencio y su certero dictamen: la verdad engendra odio.

Dice el Nobel mexicano de Literatura, Octavio Paz, que el paso de la juventud a la edad adulta no se produce cuando se consigue un primer empleo o la independencia económica, tampoco cuando se tiene un hijo y se forma una nueva familia, sino en el momento en el que se empiezan a asumir las consecuencias de los propios actos.

Según esa teoría yo debí de nacer adulta. Porque en mi casa, la estrategia política del canciller Otto von Bismarck, aquella de saber conjugar el palo con la zanahoria para solucionar los problemas, adolecía siempre de la segunda parte. No recuerdo ninguna zanahoria. Y a pesar de los pesares, continué confesando mi autoría o participación en todos los hechos de los que se me acusaba. Por mi propia arrogancia, me pasé castigada la mitad del tiempo y hasta me quedé sin viaje de fin de curso en el cole, el instituto y en la universidad.

Por todo lo anterior, es por lo que siento una especial devoción por Oriol Junqueras, ese sumo sacerdote del nazionalismo catalán. Un nazionalismo catalán que tiene bien poco de histórico y mucho de haber sido fabricado en un laboratorio con la inestimable complicidad de social-liberales y cristiano-liberales a partes iguales.

Hace años, le escuché admitir en la radio, que se dedica a la política para poder cobrar la pensión de político. Porque si de viejo tuviera que vivir de cobrar tan solo la pensión de profesor universitario, no iba a ser capaz de salir adelante. Es el único político honrado y que no miente como un perro de este país, que, aunque le sangre la úlcera, también es el suyo.

Por eso mismo se le vuelve a perdonar. Y así, hasta setenta veces siete.