Nunca fue tan certera la famosa frase de Albert Einstein de que solo dos cosas eran infinitas, la estupidez humana y el universo, “y no estoy seguro de lo segundo”, añadía. La estupidez, la descoordinación y hasta la codicia de las farmacéuticas a costa de la salud mundial, pueden enumerarse entre los factores que nos han traído hasta esta denominada “quinta ola” de COVID, haciendo añicos los sueños de recuperación del sector del turismo. Hace tan solo unas semanas Zamora parecía ver alejarse la pesadilla con la vacunación masiva de los colectivos de mayor riesgo. La incidencia descendió hasta llegar al umbral de esa “nueva normalidad” que ha tardado en esfumarse lo que dura una fiesta de fin de curso.

Después de año y medio de pandemia no solo no hemos salido, sino que nuestra tendencia a perpetuar el comportamiento irresponsable por parte de unos cuantos estúpidos nos conduce una y otra vez al mismo bucle. En plenas fiestas patronales de San Pedro, la noche del 25 al 26 de junio, el Gobierno central decretaba el fin del uso obligatorio de las mascarillas al aire libre, aunque advertía que el virus continuaba presente y que los contagios eran factibles. A la vista de los resultados, dos semanas después, la lectura realizada por buena parte de los jóvenes se quedó solo en “fin del uso de las mascarillas”. De nuevo ganó el empeño de un optimismo que acaba por conducirnos al colapso sanitario y al hoyo económico.

El foco se ha puesto de nuevo en la juventud porque así lo indican los datos. Uno de cada cinco jóvenes de Castilla y León se ha infectado de COVID en el poco tiempo transcurrido desde el inicio del verano. Zamora encabeza la incidencia o la encabezaba hasta finales de esta semana, cuando se ha visto superada por Burgos en la carrera de contagios. Hoy domingo, en Zamora capital, con una incidencia récord de 600 casos por 100.000 habitantes a 14 días, los jóvenes de 14 a 29 años están llamados a un cribado masivo, porque el aluvión de infecciones ya ha hecho imposible realizar un trazado hasta el origen de los innumerables brotes, algunos con 200 casos asociados. En la provincia no hubo necesidad de importar nada procedente de viajes de fin de curso a las islas. Bastaron esas noches de fiesta en las que no todos los locales nocturnos respetaron como debieran aforos y en los que el uso de mascarillas brillaba por su ausencia, fiestas particulares sin control y botellones, para traernos de vuelta a una fase de restricción. La situación es generalizada en Castilla y León y, por ende, en toda España. Consecuencia: vuelta a poco más allá de la casilla de salida, adelanto de la hora del cierre del ocio nocturno y limitaciones de aforo que vuelven a imponerse.

Durante la crisis aguda del coronavirus los países han decidido dos tipos de estrategia. En unos se apostó por reducir a cero con unas restricciones totales que fueron efectivas porque se prolongaron o retomaron en cuanto se detectaban nuevos casos. España es uno de los países europeos donde parece haberse apostado por la convivencia con el virus, a pesar de las alertas continuadas de los expertos. Los propios asesores del Ministerio de Sanidad recomendaban lo que llegó a demandar la Junta de Castilla y León: volver a implantar el toque de queda. El espíritu sancionador se ha convertido en la única herramienta a la que recurrir, revelando en toda su magnitud la bisoñez de nuestra formación cívica y democrática.

Estamos a primeros del mes de julio y la escalada exponencial del COVID ya ha llevado a países como Francia a recomendar no viajar a España. Por no ver el vaso únicamente desde la óptica del “medio vacío”, de momento el virus sigue mostrándose más benévolo en las edades más tempranas, porque, de lo contrario, con los niveles de contagio que se manejan podríamos estar, de nuevo, con un parte de fallecidos absolutamente estremecedor. Pero no por ello es menos grave esta situación absolutamente descontrolada. La UCI permanece, afortunadamente, vacía de enfermos de coronavirus, aunque sí hay varios casos en planta, algunos con apenas 16 ó 19 años. Las vacunas están demostrando su eficacia evitando las complicaciones más graves en los mayores, pero hace ya unos días en los que se vienen registrando infecciones en mayores de 65 años que ya habían sido vacunados. La presión en Atención Primaria desborda los medios humanos de una plantilla agotada y desquiciada por el esfuerzo interminable de atender las consecuencias de las sucesivas olas de las que, previamente, habían advertido los científicos. La tensión sanitaria en una época en la que las vacaciones afectarán a una, de por sí, corta plantilla, puede tener consecuencias del todo imprevisibles.

El relajo nunca ha sido una opción para afrontar la pandemia, hay evidencias de sobra. Los sociólogos y psicólogos se devanan la cabeza estos días en busca de las razones que puedan explicar este estallido entre los sectores más jóvenes. Evidentemente, existe un factor determinante y es que es uno de los colectivos de mayor movilidad e interacción social que permanecía sin vacunar. De hecho, España es el país europeo con menor proporción de gente joven que ha recibido, al menos una dosis. La estrategia se centró en los colectivos más vulnerables con motivos de peso para ello, pero ahora es necesario un acelerón entre quienes no han recibido aún la inoculación para frenar la expansión y conseguir la ansiada inmunidad de rebaño. Castilla y León reclamaba más vacunas esta semana en la que solo ha comenzado el proceso de vacunación una parte de los treintañeros, además de las segundas dosis en otras franjas de edad. ¿Dónde están las millones de dosis anunciadas hace unos días? O apretamos el paso o habremos desandado todo el camino.

Los analistas han puesto en cuestión, incluso, el propio sistema de enseñanza español con una concentración en el calendario y un método que prima lo memorístico. Al enclaustramiento habitual de la época de exámenes se unía esta vez la superación de un curso anómalo, marcado por los confinamientos y las restricciones. Finalizado el año escolar, la salida en masa a la celebración con mensajes confusos que llevan, de nuevo, a pensar en que la pandemia era cosa del pasado, era más que previsible. Sobre todo, en un país en el que domina el ocio nocturno como festejo favorito de los de menor edad. En los países de nuestro entorno la apertura ha sido mucho más progresiva. Y quienes encabezaron el gesto de quitarse la mascarilla al creer haber alcanzado esa inmunidad mayoritaria, como Israel, ha regresado a la obligatoriedad de la misma.

La fiesta ha durado lo que un caramelo a la puerta del colegio, pero las medidas adoptadas en el Consejo Interterritorial del pasado miércoles dejan, de nuevo, demasiadas dudas en el aire, demasiados desacuerdos entre el Ministerio de Sanidad y las comunidades autónomas, en las que vuelve a recaer la responsabilidad por ostentar las competencias sanitarias, pero la ausencia de un criterio común sigue dando como resultado el caos. Un país que es incapaz de alcanzar un consenso en materias tan básicas como investigación, sanidad y, sobre todo, educación, es un país condenado al fracaso. Un fracaso colectivo que se manifiesta de forma vehemente en la falta de conciencia cívica de buena parte de nuestra juventud que no parece haber asimilado conceptos básicos como la responsabilidad y educación cívica que deben adquirirse desde el hogar hasta el ámbito institucional.

Los jóvenes hacen frente a un futuro incierto, alta tasa de desempleo, precariedad salarial, dificultades para emanciparse del hogar paterno. Sin una reforma integral del ámbito educativo, incluido la enseñanza en valores que nace de las propias familias antes de llegar a la escuela, y del propio mundo laboral, poco podemos exigir a la hora de recoger el fruto de nuestra propia incompetencia.