Las primeras narradoras a las que conoció, más allá de los escritores de Teo o Kika Superbruja, fueron las amigas de sus abuelos. No sabe cuándo se desvaneció la costumbre, como tampoco podría señalar el momento exacto en que dejó de ser niño.

Todas las noches de verano, después de cenar y hasta la hora de dormir, tomaban el fresco —del alemán occidental “frisk”: joven, atrevido, ágil, vivo—. Como las hilanderas de Velázquez, las señoras y sus maridos se acercaban con anécdotas, relatos mutables, funerales, nuevos nietos y ganas de reír. Las palabras eran los hilos multicolores; la entonación y las pausas eran la rueca que, hila que te hila, convertía la fibra textil en una historieta más o menos imaginaria.

Las primeras narradoras a las que conoció no se juntaban alrededor de una hoguera, no tenían los ojos grandes y la nariz pintada como los cuentacuentos y, a diferencia de los rapsodas griegos, no utilizaban el bastón para marcar el ritmo, sino para desplazarse y buscar el calor de los otros, la abrigada.

Se acercaban con una silla plegable, comprada en alguna romería de Portugal, y una manta de verano bajo el brazo. Apoyaban el respaldo en la pared en que se abría una ventana, cubierta con una mosquitera, y él escuchaba al otro lado: una jubilada, vanidosa y repetitiva, con una buena pensión por haber trabajado en Alemania cuando era joven; un anciano alcohólico que ganó la lotería y gastó el dinero en sexo remunerado, drogas y rock and roll; un señor mayor que nunca quiso a su mujer porque había sido homosexual cuando la homosexualidad era castigada por la Ley de vagos y maleantes.

Bajaba el volumen de la tele y escuchaba con disimulo las palabras que atravesaban la mosquitera. Casi siempre, cuando las señoras habían descrito al personaje y la historia comenzaba, algún amigo tocaba al timbre para que saliera a jugar al bote-botero o al polis y cacos. Y cuando el niño era niño, disfrutaba con las historias, pero nada podía compararse al chute de adrenalina que lo invadía al salvar a sus compañeros, ladrones apiñados en un círculo en mitad de la plaza, mientras los policías gritaban enloquecidos y pedían auxilio.

Alguna vez se escondía debajo de las mantas para huir de los polis, escuchaba los vocablos espontáneos que brotaban como recién hechos de las bocas arrugadas y hacía suyos los matices con que las señoras habían tejido un nuevo mantel: el que no comía podía estar delgado, esmirriado o escuchimizado; no era lo mismo bañarse en la piscina del pueblo vecino que en la buchina del huerto; la abuelita que dirigía el periódico local y autogestionado no era cotilla y vivaracha, sino cuza y pizpireta.

Las primeras narradoras a las que conoció no se juntaban alrededor de una hoguera, no tenían los ojos grandes y la nariz pintada como los cuentacuentos y, a diferencia de los rapsodas griegos, no utilizaban el bastón para marcar el ritmo

El señor más cuzo era el que mejor conocía el pueblo: el territorio y sus gentes. Utilizaba nombres divertidos (Vallesordo, Cabainas, Valdelobos) para designar puñados de hectáreas cuya suma equivalía al término municipal. Más allá de los límites, los otros pueblos: las subdivisiones desaparecían y el campo volvía a ser una tierra uniforme y desnuda, sin mitología ni anécdotas localizables. Y hablaba de otros nombres (Luscinda, Argimiro, Amadeo) y de sus vidas. Zurcía la tela rasgada, daba muchas puntadas sin hilo, convertía el detalle mínimo en hipérbole y caricaturizaba: no era mentira, era ficción. El muchacho lo buscaba por la calle, sediento de nuevas narraciones, y era en sus relatos fantásticos donde abrevaba.

Cuando el niño era niño, escribe Handke, “nada podía pensar de la nada, / y ahora se estremece ante ella”. Llegaba a casa con las piernas llenas de heridas, la abuela las curaba con agua y jabón, y le decía que eso no era nada. La nada era parte de una frase calmada, un abrazo ineludible. Era niño y solo escuchaba el principio de los relatos. Ahora alguien le ha dicho que quizá escriba para inventar los finales.