En el escrito anterior dejamos a Don Arias Gonzalo en el Parque de San Martín, buscando la tumba que había sido su morada desde que falleciera allá en el S. XI. Pero, para su sorpresa, la iglesia del mismo nombre, en la que se ubicaba su sepulcro, había desaparecido hacía ya mucho tiempo. Ante tal eventualidad, decidió caminar un rato, antes de decidir lo qué hacía.

No recordaba con exactitud los caminos, así que decidió dirigirse hacia el centro de la ciudad. Pronto se encontró con la Iglesia de Santa María la Nueva, llamada así, porque antes hubo allí otra primigenia que fue quemada por los zamoranos durante una rebelión, de carácter local, que vino a llamarse el Motín de la Trucha. Eso sucedió en el S. XII, un siglo después del paso de Don Arias por este mundo.

La gestión realizada en esta región por sus regidores no había corrido por la senda de la racionalización, ni por la de la ecuanimidad, tanto en promoción como en repartos

La cuidadora de la iglesia le contó la historia, de la que fue protagonista “Benito el pellitero” que, en su afán de acabar con los privilegios de los nobles, llegó a movilizar a los burgueses de los distintos gremios prendiendo fuego a la iglesia, cuando aquellos se encontraban reunidos dentro. Antes de que la justicia llegara a actuar, los zamoranos participantes en la reyerta decidieron abandonar la ciudad, dirigiéndose hacia Portugal, al objeto de no caer en desgracia.

Para sus adentros, Don Arias barruntó que sus actuaciones en defensa de la ciudad, primero plantándole cara al sitiador Rey Sancho II de Castilla, y después defendiendo, con sus hijos, el honor de Zamora ante el temible Diego Ordoñez, con la atenta mirada del mismísimo Cid Campeador, no habían caído en vano, pues le había seguido gente con agallas capaz de rebelarse contra los abusos e injusticias.

Continuó camino hacia la Plaza Mayor buscando refrescarse el gaznate. Para ello, eligió una de las terrazas que por allí abundan. Con la bebida fresca y burbujeante el camarero le facilitó un periódico que le permitió ponerse al corriente de los avatares del momento, al menos en parte. En una de las páginas aparecían unas estadísticas de las ciudades de León y Castilla la Vieja, que ahora conformaban una artificial autonomía. Allí comprobó como existían grandes diferencias entre ellas, lo que venía a demostrar la falta de ecuanimidad en el reparto de dineros y prebendas. Así vio como Valladolid tenía una densidad de población cuatro veces superior a la de Zamora, y un PIB un 25% también mayor, triplicando el número de habitantes de la provincia y cuadruplicando el de la capital, en virtud de lo cual Valladolid formaba parte de la España “llena” y Zamora de la “vacía”.

Vio, como la provincia de Zamora era la que había perdido más población de toda España, ya que ocupaba la cola de la clasificación, mientras Valladolid había ganado muchos puestos, pues no en vano se encontraba en medio de la tabla. Ese cúmulo de datos vino a decirle que la gestión realizada en esta región por sus regidores no había corrido por la senda de la racionalización, ni por la de la ecuanimidad, tanto en promoción como en repartos. Vamos, que se había aplicado la conocida ley del embudo.

Ávido de interés por ponerse al día, continuó leyendo, y así vio también como otras regiones, como el País vasco, lo habían hecho mucho mejor, ya que apenas había diferencias entre provincias. Pagó su consumición con unos pocos maravedíes y reanudó su peregrinaje.

En su caminar, comprobó que aún se conservaban algunas de las antiguas aceñas, donde era transformado el trigo en harina, cuando esta tierra era el granero de Castilla. Las de Olivares, los Pisones, Cabañales, Gijón, Pinilla, aunque no estuvieran en uso, permanecían en pie, al menos en parte. Y veintidós iglesias románicas de los siglos XII y XIII se mantenían firmes y erguidas, fruto de su buena conservación. Alguien le hizo saber que había oído decir al historiador Florián Ferrero, que Zamora llegó a contar con ochenta iglesias en la época de mayor esplendor. Lo cierto es que ahora nos parecen muchas las veintidós que aún existen y cuesta hacerse a la idea de que en el medievo cuando el número de habitantes dividía por cuatro al de ahora, el número de iglesias hubiera llegado a alcanzar tales cifras.

Visitando el interior de la Iglesia de Santiago el Viejo, quizás el único templo de su época, donde el Cid fue armado caballero, Don Arias permaneció unos minutos extasiado en la observación de los hermosos capiteles que allí se encuentran. Su especial atención no pasaba desapercibida para nadie. Tampoco para un ciudadano que lo miraba con atención. Tratábase de Don Herminio Ramos, profesor y cronista oficial de la ciudad, que no tardó en identificarlo. Don Herminio hizo a Don Arias un resumen de los hechos acaecidos en Zamora los siglos posteriores a su muerte.

Hizo especial énfasis en la Batalla de Toro, en la que los zamoranos salieron en ayuda de los Reyes Católicos, allá por 1476, tras la que, como agradecimiento a su valiosa contribución, el Rey Fernando otorgó a los zamoranos la tira verde esmeralda para su Seña Bermeja, que fue unida a las ocho rojas anteriores, correspondientes a las victorias de Viriato sobre los romanos.

También le informó de cómo en 1809, un contingente formado por ochocientos voluntarios zamoranos, mandados por el comandante Agustín Manso, apenas sin medios, le habían plantado cara al poderoso ejército de Napoleón, en la cruenta batalla que se libró en Villagodio.

Don Arias pensó que, desde entonces, a los zamoranos se les había acabado la pólvora, pues habían hecho dejación de hacer valer su impronta, pasando a ser obedientes y asilvestrados. Muestra de ello era el estado calamitoso en que ahora se encontraba su economía. Don Herminio, siempre positivo, no pudo por menos de hacerle ver que, estos endémicos problemas aun tenían solución si se centraban los esfuerzos en potenciar a “La Raya”

“De nada sirven los recuerdos”, masculló Don Arias, aunque deban reconocerse los éxitos del pasado, como cuando el Rey Fernando el Católico mandó escribir a su cronista aquello de “¿Quién es esa gran señora? / la numantina Zamora / donde el niño se despeña / por dejar libre la enseña / que siempre fue vencedora”