Con estupefacción sigo las noticias que en lo últimos días cuentan del incremento de contagios por la COVID en los más jóvenes y con no menos sorpresa las respuestas y explicaciones que se dan a esta situación que amenaza no solo a su salud, sino a la de todos. El final de curso, el comienzo del verano, la progresión en la vacunación, el largo tiempo de restricciones y la ya no sé qué número de “desescalada” parecen haber dado el pistoletazo de salida para la barra libre, vaya a ser que el fin del mundo sea mañana y nos pille con la garganta seca para tan largo camino.

Quienes me lean saben que no tengo contemplaciones con los políticos, sobre todo en lo que toca al incumplimiento manifiesto de las legislaciones que ellos mismos imponen, porque una ley que no se es capaz de hacer cumplir es una ridiculez que muestra la estulticia de la clase política y un insulto a la inteligencia. Y sirva de ejemplo cómo es posible que los botellones juveniles sean un problema cuando están prohibidos desde hace años y se sabe su ubicación en todos los pueblos y ciudades.

Pero también conviene que seamos justos. Ni la ley ni el colegio pueden suplir algo que está muy por encima: la educación familiar, donde la bonhomía, que decían los clásicos, en lo que tiene de honradez y bondad en el comportamiento se mama en el seno familiar muy por encima de en otro sitio. Y por eso me planteo cuál es la educación que damos a nuestros jóvenes.

Estamos condenando a nuestra sociedad a regirse exclusivamente por el imperativo legal, por la sanción o el temor a la misma, que, por supuesto, siempre consideraremos injusta cuando se nos aplica y leve cuando se aplica a otros

Llevamos quince meses de pandemia, de fallecimientos a destiempo y en soledad, de desempleo que en muchos casos jamás volverá a ser empleo, de miedo, de sueños truncados quizás para siempre, de colas del hambre hasta para quienes jamás lo imaginaron, de sanitarios exhaustos a los que solo aplaudimos, de maestros jugándose la vida a los que ni aplaudimos, como tampoco lo hicimos a camioneros, comerciantes, agricultores, pescadores y ganaderos; estamos, probablemente, en el fin de un modelo de vida desarrollada y con todo controlado tal y como lo conocíamos, porque si algo nos ha puesto en evidencia esta pandemia es que como ella puede haber más.

Y en este contexto resulta que nuestros hijos, esa generación tan bien formada, quizás como ninguna lo estuvo al menos en número y diversidad de extracción social, lo primero que ha decidido ha sido viajar, divertirse y beber sin respetar la más mínima medida de seguridad sanitaria como si no hubiese mañana. Que llevamos dos cursos encerrados, que necesitamos airearnos y recuperar nuestra vida social, que hemos sufrido mucho estrés con la pandemia son algunas de las ridículas explicaciones a su comportamiento, incluso en boca de algunos padres, como si los demás nos hubiésemos tomado la pandemia como un descanso merecido. Pero ninguno de ellos ha pensado en las repercusiones de su comportamiento. De momento, y digo solo de momento, la virulencia sanitaria del virus en los más jóvenes no es como en la de aquellos que somos mayores, sus padres y sus abuelos, que estaría muy bien que les diese al menos cierta consideración, pero lo que es un hecho es que el alza de los contagios tiene repercusiones sociales y económicas muy por encima de las que ellos creen asumir, que es que su salud no peligra en exceso.

Cierto que no son la mayoría de los jóvenes quienes están teniendo comportamientos incívicos, y delictivos diría yo en tanto y cuanto que atentan contra la salud de toda la comunidad, pero su número es tan significativo como para que cada cual se tiente su ropa. Porque, sin descargar, insisto, la desidia de las autoridades en impedir y sancionar estos hechos, ni la irresponsabilidad de muchos miembros del colectivo de la hostelería que tanto han llorado y que ahora quieren hacer caja rápida y sálvese quien pueda, parece que nos hemos llenado la boca de exaltar la independencia de nuestros hijos, su autoestima, la felicidad por encima de todo, como si esta fuese gratis y lineal, y se nos ha olvidado contarles lo que es una pandemia, lo que es que no siempre podemos hacer lo que nos apetece, por justo e incluso necesario que sea, la importancia de ser miembros de una colectividad que necesitamos y que nos necesita, el deber de protegernos y proteger a quienes nos rodean, el valor de la salud propia y del común. En definitiva, poco les hemos enseñado de solidaridad, de esa palabra tan en boca de todos, tan atractiva, y que tan poco parece interesar cuando ejecutarla supone renunciar a lo nuestro, a nuestras apetencias y deseos.

Pero si resulta que no hemos sido capaces de transmitir a nuestros hijos, que no imponer, algo tan sencillo como que para que sigan disfrutando de una sociedad desarrollada y de bienestar es fundamental que ellos sean parte activa de la misma, entonces no solo hemos fracasado como padres, sino que estamos condenando a nuestra sociedad a regirse exclusivamente por el imperativo legal, por la sanción o el temor a la misma, que, por supuesto, siempre consideraremos injusta cuando se nos aplica y leve cuando se aplica a otros. Y entonces nos llenaremos de razones para arremeter contra la clase política que, insisto, tiene lo suyo, pero solo lo suyo.

Sin normas es imposible la libertad, pero sin la conciencia personal, familiar y social, sin la convicción de pertenecer a algo más que a uno mismo, sin la responsabilidad de respetarnos y de respetar, máxime cuando la vida es lo que está en juego, sin el cariño, qué menos, a quienes puede que acabemos llorando en un ataúd por nuestra conciencia inconsciente, sin, en definitiva, el arraigo de sentirse miembros militantes de una familia, una amistad, una pareja, una sociedad, entonces estaremos solos ante la soledad del imperio de la ley, que no deja de ser una manifestación de la enfermedad de una sociedad que, como todos los muertos, morirá sola.