Conectando a distancia con Zamora, en Galicia, visito otra feria de cerámica en un lugar del alfoz de La Coruña llamado Oleiros. Dicho topónimo se refiere a la antigua tradición de alfarería en este sitio. Ola, en gallego es olla, de ahí Oleiros: alfareros. Por unos días el césped del parque público se cubre de setos floreados de barro y cerámica colorida que me recuerda al cacharrero que llegaba al pueblo, en su carro con toldo, y mostraba en el suelo de la plazuela la frágil mercancía.
Del menaje que la humanidad se ha ido procurando, la cerámica es el arte renuente a desaparecer frente a la producción industrial. El barro cocido propició beneficios en cadena: la cocción de los alimentos, así como su conservación, comercio y almacenamiento. De ese puchero ancestral viene el menú que nos ha hecho evolucionar como especie. Pero no solo como funcionalidad alimentaria. Culturas hubo cuya caja funeraria era también de arcilla; como la del Argar, en Andalucía, (2.200-1.500 A.C) y conocida es la canción andina titulada “Vasija de barro“.
En la Biblia leemos la creación del hombre a base de arcilla, como si al autor del Génesis se le hubiera ocurrido una explicación ingenua para nuestro origen. Pero de ingenua nada, más bien intuitiva y poéticamente muy bien trenzada, porque barro somos y de un lodo primigenio la vida surgió en millones de formas.
En Tierra de Campos- Pan el barro se erige también como antiquísima “solución habitacional”: adobe y tapial fueron la inteligente y ecológica manera de acomodar las casas, paneras y corrales al clima; un patrimonio de arquitectura rural poco valorado y en trance de desaparecer.
Reivindico el barro en todas sus formas y utilidades porque demostrado ha quedado desde siglos su versatilidad y calidez, las infinitas texturas y color, formas y uso diverso. Desde la cerámica austera de Moveros a la colorista de Manises o Talavera, España tiene su propio y diverso mapa del barro así como su arquitectura singular esparcida y callada.
Me crié comiendo sopas de ajo en cazuelas de Pereruela y pucheros de Moveros, y temprano me enseñaron a llevar y traer el cántaro a la fuente. Cuando salí del pueblo a estudiar ya llevaba entrenamiento para alzar la pequeña maleta al hombro.
No dejo de ser un recipiente de recuerdos asociados a la materia de que estamos hechos y a la que regresaremos un día. Es por eso que conmigo va, tras sucesivos traslados, una pequeña alacena de aquella cerámica familiar que resistió los días del campo y de la era, la lumbre viva del invierno, el fuego bravo de la cocina que ni en verano cesaba de arder.
Ya tengo valiosa arqueología de herencia, barro que es historia personal y colectiva de mi gente. Me alegra estar en la feria porque me miro repetido y me miran. Soy un cacharro más del menaje de la vida.