- Entonces, vas a empezar con esta nueva oposición –se quita las gafas de sol y se acomoda en la silla–. ¿Qué vas a tomar?

-Descafeinado con leche.

-Yo una caña –gira la cabeza a la izquierda y mira al camarero, que ya estaba al lado de la mesa–. Entonces… esta oposición. Pues nada, a estudiar 8 ó 9 horas al día y te la sacarás pronto.

-Bueno… En realidad, he cambiado de oposición para poder dedicar más tiempo a la literatura. Veo el derecho como algo para ganar un sueldo, pero me gusta más lo otro.

-No, hijo. Ya habrá tiempo para escribir y lo que tú quieras. ¡Ahora, déjate de mariconadas!

Después, hay un silencio. Un silencio casi elocuente, a juzgar por la mirada esquiva y el rojo de vergüenza que invade la cara del dicente. El camarero ha puesto un bol con patatas fritas: el crujido de una de ellas rompe el silencio.

Quien lo dice es un trabajador del Estado, y piensas en los funcionarios anodinos de Gógol, en los nichos administrativos (llenos de personas con un ataúd vacío bajo el pecho) de Cernuda y en el consejero aciago de Chéjov a quien un niño abraza al ver la desdicha en sus ojos.

La literatura es un lugar de pugna y placer: abre heridas y las cauteriza, pone de manifiesto la perversión del lenguaje y te permite entender el porqué de la urgencia expresiva

En realidad, el placer asociativo lo disfrutas ahora, al escribir. En ese momento, solo el silencio. Un silencio casi elocuente. Y el crujido de la patata. Él no quería expresarse así. Dijo lo que se dice cuando no hay nada que decir: lugares comunes y palabras heredadas del pasado. Oye, ¿la literatura es una minucia, algo insignificante, un animalito indefenso que convulsiona?

Piensas en la forma en que ves el mundo y el monólogo interior e ineludible que te acompaña siempre. Están formados por el lenguaje. Las palabras te sirven para aprehender la realidad: diseccionarla, acotarla, ordenarla y para volver a ella cuando deje de ser. García Calvo decía que el español es el idioma en que había nacido. Sin palabras, las imágenes del pasado no precipitarían para convertirse en recuerdos.

¿Cómo vivía la gente hace cinco siglos? El papel frío de los libros de historia te dice muy poco. Consigues asomarte al alma del ciudadano del siglo XVII al leer el Quijote. Y entiendes mejor el siglo XXI. Alonso Quijano fue víctima de una innovación tecnológica: la imprenta y los libros accesibles desdibujaron los límites de ficción y realidad. Ahora, nosotros vivimos en —y luchamos contra— la vorágine de datos de una red universal e hiperconectada. Las redes sociales se han convertido en elementos autorreferenciales (yo y las playas de Bali; yo y un campo de concentración) y nada mejor que la literatura para sacudir una conciencia: encontrarás un libro que te volará la cabeza y guardará en una cajita a tu yo ensimismado.

¿La literatura es inútil, una cabriola en el vacío?

Los ensayos y las novelas te ayudan a sutilizar la mirada, a ensayar vocablos, a crear discursos y captar matices donde antes solo veías una masa gris y uniforme. La poesía acaricia el tuétano de una palabra, la desempolva y hace que se pose en tu meñique como una mariposa aún sin nombre. La literatura es un lugar de pugna y placer: abre heridas y las cauteriza, pone de manifiesto la perversión del lenguaje y te permite entender el porqué de la urgencia expresiva.

¿Se podría decir que la literatura es una mariconada?

La literatura es para ciudadanos confinados que buscan entretenimiento y gente podrida de cultura; señores en la piscina después de un baño y obreras que aprovechan el descanso para fumar y leer esto; creyentes y ateos; homosexuales, maricones, heterosexuales y heterobásicos que dicen que la literatura es una mariconada. También para ellos. Ojalá que las letras vivas lo pongan todo perdido.

Se acaban las patatas. El anfitrión invita al café y tú pagas los apuntes que te tocará estudiar. De camino a casa, ves un grafiti en una pared: La literatura, como el pan, es de todos.