La vida tiene capas. Aparentemente, todos viven apegados a la capa externa. Esa en la que la gente lucha por mejorar en su trabajo, no solo por el dinero, sino por realización personal. Esa capa en la que la gente se enamora locamente, sin pensar en las diferencias y los inconvenientes. Esa en la que las parejas se casan arrobadas vestidas de blanco y chaqué. En la que se hacen planes para tener niños que siempre serán guapos. Ese entorno en donde puede que lo difícil sea encontrar las cosas, pero, una vez encontradas, se es consciente de ello. Afortunados todos. Porque existe otra capa. Una capa interna, mucho más que la anterior. Tanto, que casi toca esos órganos que se estropean y a veces funcionan mal. Tan dentro que rozan las ideas, los sentimientos con los que hace tiempo nacimos y tenemos guardados como ovillos sin desenredar. Esas con las que vienes de fábrica para bien y para mal y que por mucho que lo intentes no puedes cambiar.

A veces las tapamos, las disimulamos tan bien que casi nos olvidamos de ellas, pero tarde o temprano vuelven a salir y a escupirnos a la cara. La consciencia hace que las moderemos y que intentemos domarlas, pero si de verdad somos gente de bien, al final volverán para recordarnos que si tenemos canas acabarán por verse. Puede que mirar para dentro no sea bueno porque relativizas todo lo que hay fuera. Lo mides, lo comparas y generalmente nunca acabas por encontrar algo mejor. Eso que tu ovillo te dice que es para ti y que entraría sin password en tu circuito. Sin embargo, acabas por dejar el código sobre la mesa y subrayado para que lo vean y aún así no parece fácil de descifrar. Porque quizás dependa de otra capa interna cuyo ovillo es tan complejo como el tuyo, tan incómodo, tan lejano. Tan ocupado.

Acabas por vivir educando tu capa externa para que se mimetice con el entorno y que, a su vez, oculte esa otra parte de ti, que no cuadra

Acabas por vivir educando tu capa externa para que se mimetice con el entorno y que, a su vez, oculte esa otra parte de ti, que no cuadra. Y no porque seas adolescente y te estés conociendo a ti mismo, porque te estés afianzando en un mundo incómodo… no, ya conoces el mundo incómodo, aunque siempre te siga dando sorpresas. No, no es eso. El adolescente se siente solo, porque está solo. Porque todos lo estamos, siempre, en lo más importante. En las decisiones, en el dolor, en la muerte… ahí estamos sin nadie que pueda traspasar esa capa externa, porque no se puede. Es así y ya está. Mientras, seguimos inventando estrategias para que no sea vea, para que en algún momento lleguemos a olvidarnos de todo y seguir jugando en esa liga en la que están esos otros. Los hay que pueden. Afortunados, vuelvo a decir. O quizás sea todo una pose y nos estén engañando, como en tantos otros aspectos de la vida.

Cuando llega la noche y quedamos a solas con pensamientos y fantasmas, no podemos engañarnos por mucho que lo intentemos. La densidad de nuestros deseos y ambiciones se entremezclan con el examen de conciencia y los recuerdos mejorados. Es entonces cuando no podemos fingir y rendimos cuentas ante los que nos miran pese a no estar a nuestro lado, al que fuimos y aún recordamos. Acompañados o no, ahí es cuando sabemos si hemos cumplido con el deber de atender a nuestros deseos, si hemos respetado las líneas rojas de lo que sabemos que debe ser, dentro de nuestro contrato personal. Nuestro ejercicio de sinceridad, arduo trabajo, debiera permitir que nos reconozcamos en nosotros cada madrugada, cada mañana y así, podamos dormir plácidamente y despertar en paz con ese que llevamos dentro. Resignados o ilusionados, decepcionados o esperanzados dependiendo del día, pero siempre sabiendo que seguiremos buscando nuestra verdad. Sea la que sea.