Resulta que en Cataluña hay un gobierno apoyado, más o menos, por el cincuenta por ciento de los votantes que solo actúa en clave independentista, e ignora al otro cincuenta por ciento, también más o menos, que no están por esa labor.

Pero tanto el president como los conselleres dicen que representan a Cataluña, lo que viene a decir que solo la mitad de sus habitantes deben ser, en opinión de sus dirigentes, catalanes de pleno derecho. Lo cierto es que para ser algo ecuánime los unos deberían formar parte de Cata y los otros de Luña.

Los de Cata no quieren saber nada del resto de los españoles, incluidos los de Luña, ya que sus decisiones las convierten en dogmas de fe a los que nadie puede poner ninguna objeción, algunos, incluso, a costa de cercenar derechos de los que opinan de otra manera. Como suele pasar en estas ocasiones, el exacerbado uso del nacionalismo no solo resulta un peligro a largo plazo, sino un incordio importante en el presente.

Hay quienes son partidarios de que se cumplan las leyes al pie de la letra, y otros de que se apliquen en función de a quien le apriete el zapato. Algunos piensan que poner en la calle a determinados presos, condenados en sentencia firme por el Tribunal Supremo, va a avivar la hoguera que los de Cata han venido atizando durante estos últimos años. También hay quien parece estar convencido que eso de poner en evidencia al mas alto tribunal del país, como lo es el TS, no ayuda demasiado a que los ciudadanos se sientan muy identificados con su gobierno.

Lo cierto es que, mientras gobiernen los independentistas, la mitad de los catalanes, los de Luña, se encontrarán a disgusto. Más de uno estará pensando en abandonar su tierra, e irse a vivir a otra parte, donde pueda ser uno de tantos, y no resultar acosado o discriminado, o ambas cosas, por el mero hecho de pensar de manera distinta.

Dándole la vuelta a la tortilla, a algún ingenuo optimista le podría dar por pensar lo contrario, o sea que el otro cincuenta por ciento, los de Cata, llegaran a cansarse de meter a machaca martillo sus postulados, y hartos de no llegar a conseguirlo, decidieran irse a Waterloo a disfrutar de los aires belgas con el expresidente huido.

Más de uno estará pensando en abandonar su tierra, e irse a vivir a otra parte, donde pueda ser uno de tantos, y no resultar acosado o discriminado, o ambas cosas, por el mero hecho de pensar de manera distinta

Hasta el momento, el único punto que no ha sido objeto de enfrentamiento es la pertenencia a los colores del F.C. Barcelona, a pesar de que los de Cata hayan intentado, en repetidas ocasiones, encasquetarle la estelada. Cierto es que no se sabe hasta cuándo va a poder el club mantener la equidistancia. De hecho, en el Camp Nou, en el minuto 17 de cada partido, solo son los independentistas quienes gritan sus soflamas. A la hora de repartirse los colores de la camiseta, y puestos a ejercer de manera salomónica, los de Cata se quedarían con las rayas azules y los de Luña con las granas.

De la misma manera, en la cosa de las Vírgenes, la repartición sería también de manera proporcional. “La Moreneta”, a la que, por cierto, no hace muchos años se descubrió que no era morena, sino que lo oscuro de su cara se debía al humo de los cirios, pasaría a ser de los de Cata, ya que los benedictinos del Monasterio de Montserrat, que son los que la cuidan, siempre han tirado hacia el independentismo. Así que la Virgen de la Mercè, patrona de Barcelona, la ciudad con mayor número de constitucionalistas, o la otra patrona de la Ciudad Condal, Santa Eulàlia (que le precede en el escalafón) pasaría a ser de los de Luña.

Los dos magníficos museos, ubicados en Montjuic, uno dedicado al arte gótico y otro al románico, también serían repartidos la mitad para cada bando. Por cierto, que en el museo del gótico no escasean obras procedentes de Castilla y de Aragón. Como tampoco algunos crucificados, procedentes de Zamora, en el magnífico Museo Marès, en pleno Barrio Gótico, aunque en este otro museo, repartir el contenido sería más difícil.

Difícil sería también repartir las oníricas obras, con sus paraboloides hiperbólicos, que dejó el maestro del modernismo Antoni Gaudí, repartidas por Barcelona (Obviamente no habría que incluir las de Comillas, León y Astorga) o la belleza incomparable de preciosos pueblos, como es el caso de Cadaqués del que llegó a enamorarse el artista más importante del siglo XX, Marcel Duchamp.

En el reparto de la industria, concretamente en el caso de la SEAT, la SE (Sociedad Española) lógicamente, quedaría en poder de los de Luña, y la AT (Automóviles de Turismo) en el de Cata.

Mas vale no pensar en esas cosas, ya que nada deberían tener que ver con las ideas políticas, porque o bien forman parte del mundo del arte o de la propia naturaleza.

No estaría de más, en un mundo tan inestable como el que ahora vivimos, amenazado por la contaminación y atizado por la pandemia, que a los políticos les diera por poner los pies en el suelo. Pero, las reivindicaciones de los nacionalistas no parecen pasar por eso, ni por poner una bandera, o por cantar un himno, sino por demostrar que son superiores a aquellos que no piensan como ellos.

No es cosa de que llegue a repetirse la “parábola del hijo pródigo”, en la que el padre le da lo mejor al hijo pródigo, que ha hecho lo que le ha venido en gana, en detrimento del otro hijo, el primogénito, que era el que, realmente, había currado para mantener el patrimonio de la familia.

En el caso de Cataluña, quedaría por aclarar quién sería el hijo pródigo.