¿Alguna palabra sería capaz de encerrar en sí la adolescencia de uno? ¿Turbulencia, caída, arrebato, deseo? Yo juntaría estas cuatro y algunas más. Las pondría por escrito en hojas separadas y las pegaría en el cartón que protege la pólvora de unos fuegos artificiales a punto de estallar.

Los fuegos de artificio amenizan el descanso de la verbena: pastas blancas, champagne y silencio para ver cómo el cielo ruge y tiñe las aguas del embalse. Los pasodobles y las rumbas se oyen a lo lejos; la música llega hasta los oídos de jóvenes y mayores que vuelven a la plaza: se oye más alto, cosquilleo en el estómago y ojos sonrientes.

La verbena común o hierba sagrada era anteriormente usada por los sacerdotes en rituales esotéricos que duraban hasta el amanecer. Con el tiempo, la palabra pasó a designar una fiesta popular, la más importante en los pequeños pueblos.

Despojada de la superstición, el elemento ceremonioso sigue vigente. Una verbena es un baile de máscaras que te permite cambiar de disfraz a medida que la noche sigue su curso: el joven tímido, con los brazos en jarra, acabará pidiendo el micrófono al cantante; la muchacha, a la que le dijeron que las niñas habían de ser finas y educadas, empujará al joven tímido, que besará el suelo mientras suena Ska-p de fondo; las piernas de la señora, que asegura «no estar ya para estos trotes», desoirán a su portadora y harán de ella un muñequito de aire.

Una hora de verbena equivale a tres semanas y media de oficina. Labradoras y oficinistas forasteros, abstemios y borrachas como una cuba, todos juntos bailan en feliz comunión. Imagina

La verbena es el todo a cien de la música popular: Manolo Escobar y Katy Perry; lo más destacado del indie patrio y canciones de Kaotiko; algo de folclore adulterado y Caribe mix 2001. Una vocalista brava entona “Let me out”, de Dover. También suenan los cantos del pasado, pero un muchacho entra en la plaza de baile, al estilo Conchita Wurst, y esas palabras acaban en el asfalto, mezcladas con el vino derramado y las huellas de los tacones que viste el joven.

¿Qué es un adolescente sin una verbena? Eso me pregunto cuando hablo con alguien de ciudad y huérfano de pueblo. En este rincón de la plaza, los niños corren y saltan en los charcos de luz que los focos dibujan en el suelo; allí, unos ancianos bailan con tanto ritmo como años les ha dejado la vida disfrutar el uno del otro; acullá, los adolescentes sujetan un vaso en la mano, se acercan con seguridad fingida y creen ser el centro de todas las miradas.

En el aire, se mezcla el humo que sale de los cañones de la orquesta, el olor a vino y Coca-Cola, el aroma de los algodones de azúcar que venden los feriantes y el perfume que te hace sentir una alegría con muchas alegrías dentro. Un desconocido posa el brazo en tu hombro, entre la multitud de camisas y vestidos coloridos están los ojos negros que buscabas y suena la canción que habías cantado horas antes en la ducha.

Una verbena es lo que debió de presenciar Julio César cuando dijo: Beati hispani, quibus vivere bibere est. Benditos los hispanos, para quienes vivir es beber. Una vida que solo dura una noche, con pocas horas y muchos recuerdos. Una hora de verbena equivale a tres semanas y media de oficina. Labradoras y oficinistas forasteros, abstemios y borrachas como una cuba, todos juntos bailan en feliz comunión. Imagina.

Todo es grande esa noche: los abrazos, las peleas grandes, las ilusiones también grandes y el gran desamor. Una gran verbena que acaba con la plaza llena de vasos, mascarillas que ya no sirven y un pañuelo rojo deshilachado: paseas entre las cenizas de la fiesta y sientes una felicidad tan grande que se convierte en feliz nostalgia. Un recuerdo futuro que, cansado de ser recuerdo, quiere ser algo más y canta, como Dover, que lo dejen salir.