En los últimos días los medios de comunicación se han hecho eco del estudio Skills Outlook 2021: learning for life, publicado por la OCDE, que, en síntesis, señala que la comprensión lectora en España se estanca entre los 15 y los 27 años, lo que supone un claro retroceso que nos sitúa muy lejos de la media de los países de la OCDE. Francesca Borgonovi, coautora del estudio, apunta las siguientes causas: los “ninis”, la escasa formación que ofrecen las empresas a los jóvenes empleados y la poca incentivación que los profesores hacemos para la lectura comprensiva y, por tanto, crítica.

El asunto no es nuevo. En 2007, por poner solo un ejemplo, Juan Jiménez Castillo, en el Anuari de l´educació de les Illes Balears de la Fundació Guillem Cifre de Colonya, ya señalaba que un 50% de los alumnos de la ESO salían de la escuela “siendo analfabetos funcionales, es decir, son incapaces de entender un anuncio de trabajo, un cartel informativo (…), rellenar un impreso oficial o comprender lo que se le dice en una pantalla de información del aeropuerto”.

Cuando aparecen este tipo de informes, todos nos lanzamos con mayor o menor inquina a la búsqueda de culpables. El disparate de la sucesión de leyes educativas, la escuela, desmotivadora y centrada en los contenidos curriculares y no en las competencias, profesores que mandamos pocas lecturas y a destiempo, la invasión de las tecnologías, incluso en la escuela, y un largo etcétera en el que, sin duda, todos tendremos algo de responsabilidad. Pero la situación no se corrige con el paso de los años y leyes, pese a dos hechos que me parecen poco cuestionables.

Una sociedad que tiende a no tener un pensamiento crítico ante la información recibida es una sociedad manipulable que, con independencia del grado de su desarrollo socioeconómico

Por un lado, como me narra una gran amiga y mayor maestra que sigue ilusionándose hablando de sus alumnos y ellos con ella, es inconmensurable la labor que se hace en la escuela infantil por adentrar a los pequeños en el mundo de la lectura, cada vez a edad más temprana y con más exigencia, así como son loables los excelentes resultados obtenidos a pesar de que ese aprendizaje de la herramienta y de su disfrute se vaya diluyendo con los años. Por otro lado, nuestros jóvenes hoy leen con profusión; cuestión distinta es qué, cómo y en dónde.

Si nos quedamos con la frialdad de los datos, la consecuencia que parece desprenderse es que nuestros profesionales, especialmente los más cualificados, son cada vez peores. Pero se me antoja que esta conclusión está muy alejada de la realidad, porque es insostenible creer que nuestros médicos, abogados, maestros, o arquitectos son peores que hace décadas por carecer de la capacidad para hacer una lectura comprensiva.

Muy al contrario, considero que el asunto debe ser abordado desde una perspectiva distinta: la falta de comprensión lectora afecta a aspectos de la vida fuera del ámbito profesional, lo que me lleva a recordar un artículo del ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, titulado “Elogio del analfabeto”, que se publicó en el diario El País en 1986 y que no pasó desapercibido, al menos para quienes nos dedicamos de una u otra manera a estos menesteres de la lectura y la escritura. En él aparecía el término analfabetos secundarios para referirse a aquellos que, sabiendo leer y escribir, carecen de espíritu crítico y, además, no sienten la menor inquietud por ello, ya que “no tiene ni la menor idea de que es un analfabeto secundario. Se tiene por bien informado, es capaz de descifrar las indicaciones para el uso de los objetos que compra, los pictogramas y los cheques, y se mueve en un mundo que le aísla herméticamente de todo cuanto pueda inquietar a su conciencia”. En otras palabras, es un individuo, incluso con éxito profesional, que se limita a vivir en el entorno en el que está, aprovecha las facilidades que tiene a su alcance en la vida cotidiana y, merced a los medios digitales, se considera formado, informado y hasta importante.

Desde esta perspectiva, el déficit en la comprensión lectora que denuncian los estudios tendría una trascendencia relativa, en tanto que se pueden alcanzar altas cotas profesionales a pesar de esa deficiencia, con lo que podríamos cerrar aquí el tema y, como mucho, como apuntaba el propio Enzensberger, preocuparnos por el futuro de la literatura.

Sin embargo, el asunto me parece mucho más grave, porque una sociedad que tiende a no tener un pensamiento crítico ante la información recibida, ante la cotidianeidad más allá de lo exigido por el desempeño de una profesión, es una sociedad manipulable que, con independencia del grado de su desarrollo socioeconómico, se descompone como sociedad, tal y como denunció hace ya décadas el sociólogo Neil Postman, en su libro Nos divertimos a tope: “Cuando un pueblo se deja distraer por trivialidades, cuando la vida cultural es definida de nuevo como una serie ilimitada de organizaciones de entretenimiento, como una gigantesca industria de diversión, cuando el discurso público se convierte en palabrería uniforme, en breve, cuando los ciudadanos se convierten en espectadores y sus quehaceres públicos descienden al nivel de número de varieté, entonces la nación está en peligro, la extinción de la cultura se convierte en una amenaza real.” Y de esto tenemos ejemplos hasta el hartazgo en la vida política y social de España en las últimas décadas, donde la banalidad y la falta de análisis crítico se han instalado en nuestro día hasta causar rubor.

Así que la ausencia de un espíritu crítico tiene una trascendencia más allá de los planes de estudio; lo que no tengo tan claro es que los padres, profesores, políticos y, en definitiva, la sociedad en su conjunto quieran hijos, alumnos y ciudadanos críticos, que, por ende, se cuestionen a sí mismos y a los demás, por muy constructiva que sea la crítica que hagan. Pero mucho me temo que todos estemos más cómodos con personas educadamente amaestradas y que incluso los mismos ciudadanos nos sintamos mejor, parafraseando a Unamuno, con la inteligencia del carbonero.