Una charla en YouTube: Cristina Morales y Marta Sanz hablan de literatura y sabotaje. En el minuto 45, la segunda dice algo tan clarividente que no puedo no ponerme a escribir cuando el video termina.

“La ignorancia, muchas veces, no es un estigma de clase. Es un acto de voluntad del que se hace alarde. Estoy hasta las narices de que lo que se estigmatice sea el conocimiento, las ganas de conocer, de construir un mosaico de referencias para poder leer la realidad de una forma crítica”.

Hace un par de años, quería publicar un texto cuyo título era: Pasión por el conocimiento. Lo dejé a la mitad ante la imposibilidad de verbalizar eso de alguna forma, de moverme en un campo tan vasto. Marta habla en su discurso de los empollones. Al escuchar esa palabra (em-po-llón), me sentí interpelado.

Yo fui un empollón atípico. Así me veía yo. Menuda estupidez, si lo piensas. Todos los empollones que he conocido son atípicos. El canon empollonesco solo se da en las series de televisión. Ya sabes: nadie pasa de esta esquina/ aquí mandan las divinas. Sigo con el juego de los maniqueísmos y os digo que la divina número 1 ahora sería una influencer y wedding-planner. Una viajera incansable que visitaría lugares para usarlos como decorados de cartón piedra. Y la empollona seguiría con gafas, habría escrito dos o tres libros y estaría frustrada, intentando lidiar con la precariedad inseparable del trabajo cultural.

La sociedad nos dice que ya sabemos lo suficiente, que ahora hay que poner en práctica todo lo aprendido y monetizarlo, pero el espíritu empollonesco no se conforma y sigue haciéndose preguntas

Me consideraba un empollón porque me gustaba estudiar: literatura, latín, filosofía… daba igual. Y yo ahí veía, sobre todo, un arma para entender el mundo e introducir algunos ajustes. Las etimologías, los textos de pensadores antiguos constituían un caleidoscopio a través del cual asomarse a la realidad. El deleite que se siente al deambular por nuevas parcelas del saber y establecer interconexiones más o menos originales entre ellas es uno de los placeres más exquisitos. Ahora bien, si quieres ser un empollón, tienes que tener en cuenta que la lógica del mercado soltará el zarpazo: tendrás que elegir una carrera, especializarte, re-especializarte y, probablemente, optar por un trabajo alienante.

Esos 4 ó 5 años de curiosidad inagotable serán pronto una imagen del pasado, unas ruinas habitables a las que volver para buscar algo de verdad entre los escombros. Quizá en una de esas visitas encuentres algo que actúe como agente catalítico y te ayude a pensar en una nueva forma de estar aquí. Al chaval de 18 años que va a entrar en la universidad le diría que aprovechase: ¡Solo se puede ser empollón una vez! Y ese empollón entrañable te acompañará siempre.

Yo quiero creer que gran parte de los empollones acaban desempeñando tareas de carácter educativo o especulativo, más teórico que práctico, más improductivo que productivo, más inútil que útil (jajaja). Al final, la sociedad nos dice que ya sabemos lo suficiente, que ahora hay que poner en práctica todo lo aprendido y monetizarlo, pero el espíritu empollonesco no se conforma y sigue haciéndose preguntas y araña y hasta muerde cuando le dicen que se acabó la hora de los interrogantes.

Abro otra vez el texto inacabado que mencionaba al principio y veo ahí una frase de Russell: “No se necesita este o aquel trozo de información, sino un conocimiento tal que inspire una concepción de los fines de la vida humana en su conjunto… que daría lugar a un sentimiento de orgullo por lo que es distintivamente humano: el poder de ver y de conocer, de sentir magnánimamente y de pensar y comprender”.

Escribo esto para prestigiar el empollonismo como una vía incombustible y emancipadora. El empollón no es manso ni es cuqui, es alguien que estudia mucho pero nunca lo suficiente. Y no hay matrícula de honor o palmada en la espalda que sirva de límite. Necesitamos más empollones: el saber sí ocupa lugar y hay muchas habitaciones vacías.