Son días en que por lares y pagos de la política cualquier jamelgo aspira a pasar por un Bucéfalo, que no ya Rocinante sabio por mohíno y trotón, como tuvo a bien crearlo el fénix de nuestras letras.

En viejo, la democracia remonta a las famosas Cortes de Coyanza, dícese también de León allá por 1188, no menos que al caballero villano loado por Sánchez Albornoz, presto antaño, a diferencia de hogaño, a frenar por tierras de Soria y Almazán a una morisma dada como siempre a la correría y la algarada. En moderno, la democracia sólo pudo ser invento inglés, pues el alma de ese pueblo, y cada uno tiene la suya, siempre fue propicia a la vida civil en razón de su llaneza y bonhomía.

Aun sólo por lo viejo, en esta época de tribulación si no de espanto, viene al caso una reflexión sobre si esta España nuestra, cada vez de menos visto el jeribeque de las nuevas taifas, tuvo algo que ver con semejante invento. Y meditando meditando, actitud sensata a remolque de la actual calamidad, es para acordarse de alguien tan espiritual y fino como Velázquez, quien a golpe de pincel echó fuera del lienzo nada menos que al Rey planeta, ¡imperialismo donde los haya y hubiere!, a propósito de una infanta con sus meninas haciendo de séquito alegre y dicharachero; naturalmente, sin olvidar a la enana Mari Bárbola junto al can mansurrón, probable alegoría de un pueblo sumiso.

Ningún gesto tan genuino del alma española como ese acto democrático, si me apuran hasta republicano, consistente en encerrar a la real pareja en un minúsculo y pálido espejo, para poner en su lugar a todo ciriburri que quiera y pretenda, según cualquiera habrá podido comprobar en la visita de rigor a nuestro incomparable Prado. Gracias a Las Meninas y la magia de la pintura, allí sólo el espectador mira y observa, sentando mando y plaza donde los Reyes estuvieron, destronados igual que defenestrados sin necesidad de mandarlos al Temple o a La Grève, lo cual ya tiene mérito y bondad, cualidades que adornaron en vida al genio más sublime de los que pueblan nuestro olimpo artístico particular.

Aun así, precisamente mirando y meditando, uno llega a la conclusión de que acaso Velázquez fuera menos altruista e igualitario de lo que parece, pues a fin de cuentas, en alarde y trueque de imposible impronta a no ser la española, el entronizado es el pintor mismo, al hurtar su cuadro a quien observa donde los monarcas imperaron, sitio ahora de una plebe obediente, o sea, cualquiera o más bien todos nosotros, obligados a adorar si no idolatrar al maestro de maestros. O pintor de pintores, que dijera López-Rey en su estudio magistral.

Frente al alma de nuestros vecinos, la española queda espléndidamente retratada por el genio sevillano, quien alcanzó a dar con su esencia, no otra que un anarcoindividualismo siempre suspicaz ante el poderoso, mientras, no sin pizca o quizás arrobas de envidia, termina haciendo suyos obra y mérito del genio, preferentemente una vez pasado a mejor vida, siquiera para evitar que aplauso y fama se le suban a la cabeza. Mas ¿qué cabía esperar de esa rara, en verdad rarísima síntesis de lo español, con nuestra alma partida entre una raíz mora y otra gallega, la primera, paisa, amiga del regateo, la segunda metida en el eterno juego de no saber si va o viene, para al final sólo acaso quedarse?