Estoy en el futuro cercano. Estoy en la provincia de Zamora. El incendio se extiende y los territorios esquilmados son incalculables. Más allá del futuro, se tardará 50 o 60 años en poder recuperar el suelo, si es que la chatarra que será abandonada en millones de metros cuadrados lo permite. El incendio lo provocó la usura, sí, pero también las generosas subvenciones que se han prometido repartir entre los más fuertes, los de siempre, los que pueden justificar el gasto mediante la compra multimillonaria de excavadoras, naves, placas o hélices. La pérdida es tan grande que todo aquello que antes era un mapa vacío, ahora es un mapa bien aprovechado.

En este futuro a la vuelta de la esquina, no volverán los médicos a los pueblos, no volverán aquellos trenes lentos a vertebrar la provincia, no volverán las añoradas escuelas, ni volverán tampoco las personas, al menos no con ilusión, porque competir con macrogranjas es imposible, porque luchar contra molinos de 240 metros es imposible, porque soñar sobre superficies kilométricas de espejos es imposible, porque mirar al horizonte entre líneas de alta tensión es imposible, porque esos grandes agujeros en las montañas son el sumidero del orgullo.

Estoy en el mañana. El incendio se extiende y los pueblos, en vez de tocar las campanas a rebato, tocan a silencio: que nadie hable, que nadie hable dictan desde los ayuntamientos, para que una vez quemado todo vengan las tales a proponer generosas limosnas por cada hectárea que sucumbe. El incendio avanza sin freno porque no hay concejos, y no hay concejos porque los fulminaron, y porque los viejos, los que siempre lucharon por cada metro de tierra o de pasto, están muertos, o se mueren.

Esos hijos de los hijos de las gentes que llenaron en su día los barrios más populosos de las grandes ciudades son la esperanza de los cortafuegos

¿Alguien sabe si se ha pedido ayuda a otros países? El futuro no perdona al pasado y si no se actúa con urgencia el futuro nos echará en la cara su insolente presente. Yo he salido a la calle con mi pancarta de “Aquí no” y a los que me preguntan les cuento que soy un radical y un egoísta por no querer lo que otros no quieren. Pero en algún sitio tienen que poner todo eso, me responde un caballero ofendido, y yo apuntillo: “cuando engordamos mucho, lo que hay que hacer es bajar peso, y a ser posible no comer tanto”. Veo cómo él, que se ha tomado mis palabras como algo personal, está a punto de liarse a puñetazos conmigo. Debería aclararle que lo que digo va por la especie humana, por las ciudades en constante expansión, por el consumo. Pero mantengo cerrada la cremallera de mis labios, no merece la pena explicar algo tan obvio, y el caballero, sin adversario, se marcha airado maldiciendo mi negativa a que sea aquí, en nuestro territorio, mañana el territorio de ellos, donde el progreso plante su mojón; y pensando, sin duda, que la ignorancia, la mía, es muy atrevida, tanto como la locura que seguramente padezco.

¿Alguien sabe si se ha telefoneado a los hijos de los hijos de los emigrantes que en su día emigraron? Habrá que advertirles de que en un futuro que es ahora, o como muy tarde el verano que viene, el pueblo de sus antepasados ya no será un pueblo sino una zona desafectada de todo privilegio natural, y que nadie sabe lo que se encontrará al abrir la ventana: lo que hasta hace poco era un pueblo es ahora, en el futuro, una sucursal del desarrollo. Esos hijos de los hijos de las gentes que llenaron en su día los barrios más populosos de las grandes ciudades son la esperanza de los cortafuegos. Seguramente guarden algo de memoria, lo suficiente como para poner el grito en el cielo rural lleno de estrellas por la noche, lo único rural que de momento no ha sido expoliado. Deberíamos ponerles sobre aviso para que se organicen en plataformas y presenten alegaciones conjuntas como legítimos herederos de todos esos lugares que ya han empezando a arder, y que arderán a lo largo y ancho de este extenso futuro hasta no dejar mineral sin provecho, viento sin aspa, sol sin viñedos ni pastos ni montes con abejas ni latidos.

En los bancos de los bancos, esos bancos que otrora mandó poner una caja de ahorros, ya no hay quien se siente para sentir el calor de mediodía en las pausas del invierno. Esos bancos, vacíos, nos traen con dolor, y al presente, la imagen vívida de aquel pueblo organizado que se reunía cada domingo al salir de la iglesia para discutir lo común, el cómo arreglar los caños, el cómo repartir las suertes o el cómo ayudarse entre todos. ¿Os acordáis? El alcalde pedáneo se subía al banco, y desde allí decía bien alto y claro: ¡Empieza el concejo!

Estoy en el futuro planeado y Zamora arde. Todas las comarcas arden. Y las que no arden en el futuro presente, lo harán en el siguiente. ¿Alguien sabe si se ha pedido ayuda? Ahora que lo pienso, todo empezó con aquellos bancos, aquellos bancos de piedra artificial que sustituyeron a los antiguos poyos de piedra de pueblo que había por las calles, porque eran más cómodos y prácticos. La publicidad grabada en esos bancos sobrevivirá al futuro futuro, será quizá lo único que sobreviva antes de que nadie pueda regresar ni un segundo a aquel pasado pasado tan incómodo. Y cuando esta civilización se extinga, otra vendrá para interpretar el significado de tan singulares petroglifos.

¿Alguien sabe si van a venir los hidroaviones?