Crecen las ciudades con sus enormes edificios, se levantan puentes grandiosos, se siguen construyendo grandes autovías, fuimos capaces de quitarnos las hombreras de los años 80, el ocio nos viene empaquetado con ofertas irresistibles a través de la pantalla, los autobuses ya son ecológicos, se levanta el asfalto para meter la fibra óptica, alguna vicepresidenta tercera jura su cargo por un Madrid verde y feminista, inventamos un traje ardilla para que el hombre pueda volar, hemos sido capaces de viajar hasta la luna, somos más inteligentes y más altos y más cultos. Somos unos genios. Pero los pueblos se mueren. No se trata de una muerte natural: es un crimen.

Cuando era niña, adolescente e incluso en mis años de juventud, y alguno de mis amigos me confesaba que carecía de pueblo, yo me compadecía de aquella pobre criatura que jamás tendría las experiencias que únicamente el pueblo da. Un lugar al que soñábamos con volver en cada época vacacional. Ese en el que las noches de verano, trenzadas de estrellas, parece resonar la certeza de las antiguas ceremonias. Es agosto y se modula el aire. Nos pasma el pueblo para contemplar su vía láctea. Ese en los que algunos se metieron su primer chute de amor.

Se habla de la España vaciada, pero deberíamos hablar de la España a la que hemos maltratado a lo largo de los años hasta vaciarla.

Perdemos población, pero también perdemos tradiciones, viejas costumbres. La mayor parte de nuestra ciudadanía ignora lo que fue y es la vida rural. Una cultura milenaria que requeriría ser actualizada y conservada por toda España.

La pandemia del COVID-19 ha traído el teletrabajo y se ha convertido en un importante aliado del mundo rural. Lugares donde, en este nuevo contexto, es posible armonizar desarrollo y actividad

Desde mediados del siglo XX, los pueblos de nuestro territorio han venido perdiendo progresivamente población, afectados por las políticas económicas y estructurales que han facilitado el desequilibrio territorial. El proceso tecnológico, las transformaciones en los hábitos de vida actuales han proporcionado un transvase de mano de obra desde las zonas rurales hasta aquellas con un sector industrial mayor y, sobre todo, hacia el sector de los servicios propios de las grandes urbes. Esta circunstancia ha desencadenado un envejecimiento poblacional y decadencia económica que, muy a nuestro pesar, hemos de sobrellevar, especialmente, en nuestra comunidad, en nuestra provincia, en nuestros pueblos.

Por desgracia, este contexto afecta en mayor medida a las mujeres que han sido y son protagonistas de un éxodo hacia las ciudades, debido, principalmente, por la dificultad que conlleva encontrar un puesto de trabajo en los pequeños pueblos. Es fundamental reclamar “más que nunca” el papel de la mujer en la organización social, territorial y económica de nuestros municipios, mostrando al mundo el trabajo que realiza. Un trabajo que en la actualidad está silenciado y pasa desapercibido. Sin mujeres no habrá futuro en nuestros pueblos. Por ello, hay que poner en primera linea su liderazgo y su actividad emprendedora. Permitir que ellas puedan acceder a cursos de formación o conectarse a mercados a los que antes les era imposible acceder. Hay mujeres valientes que se atreven a romper estereotipos de género ocupando puestos de trabajo que tradicionalmente están asociados al género masculino, como el manejo de la maquinaria agrícola o la dirección de empresas de construcción. Pero todos sabemos que el porcentaje de este dato es muy pequeño.

Sigue muy arraigada la idea que asocia como símbolo de progreso el irse del campo a la ciudad. Habría que hacer mucha pedagogía política para revertir este paradigma en favor de su contrario.

Pero algo está cambiando. La pandemia del COVID-19 ha traído el teletrabajo y se ha convertido en un importante aliado del mundo rural. Lugares donde, en este nuevo contexto, es posible armonizar desarrollo y actividad. Pues frente a la vida limitada que ofrece la pandemia en las grandes ciudades se abre una puerta prometedora y libre en los núcleos rurales. No sé si será la tendencia, pero no es un mal principio.

Se puede prever que no será la única pandemia que quede por llegar de aquí a los próximos años. Aprovechando esta circunstancia, el gobierno central tiene que apostar por el mundo rural, revirtiendo la tendencia con cambios sociológicos y económicos. Para ello, habrá que animar a las administraciones, a todas, para que generen, bajo el máximo consenso y con ánimo de coincidir, la creación de una serie de necesidades y de oportunidades para que los pueblos vuelvan a resurgir. Necesitamos un compromiso serio y eficaz si queremos que nuestros municipios vuelvan a ser una forma de vida. Para que esto sea una realidad, es necesario establecer un pacto de estado y un plan de choque que se lleven a cabo de manera responsable. Todo esto supone acometer unas inversiones en prácticamente el 80% del territorio nacional durante las próximas décadas, para que los españoles volvamos a ver a nuestros pueblos como lugares apetecibles para vivir. Hay que garantizar determinados servicios públicos mínimos y necesarios, llevar la fibra óptica a todas las regiones, reforzar las actividades ligadas al campo que son fuente de riqueza y factor de equilibrio y de vertebración territorial. Las actividades agropecuarias seguirán siendo determinantes en el futuro para el desarrollo económico, el cuidado del medio ambiente y el bienestar y la calidad de vida de nuestros ciudadanos. Entre las medidas de apoyo, hay que apuntar la incorporación de jóvenes agricultores y emprendedores, la modernización de las explotaciones, la mejora de las redes colectivas de riego, el apoyo a la agroindustria y el fomento de la I+D+i aplicada al sector agropecuario. Crear exenciones fiscales para los emprendedores que den forma a empresas con sus respectivos puestos de trabajo. Mejorar las comunicaciones del transporte público, reabrir escuelas, centros de salud, conservar las pequeñas carreteras comarcales, el turismo rural se presenta como un destino obligado. En definitiva, crear una igualdad de mercado y de dotaciones territoriales.

Tenemos que fomentar el orgullo rural y el arraigo: de este modo, se podría acabar con el complejo y la mala imagen vinculada a las zonas rurales, a las que se percibe como ancladas en el pasado. Un claro ejemplo de ello es el oficio del agricultor que constituye una forma de vida con expectativas de futuro y calidad del mismo.

Los pueblos tienen algo que los dota de un encanto especial y es que, por mucho que nos creamos señoritos de ciudad, cada vez que venimos del pueblo nos traemos los tuppers como si fuéramos a la tercera guerra mundial. Da igual si es para tres días, cinco meses o siete años. Los pueblos parecen aquella gran despensa que vacían los ciudadanos de las pequeñas y grandes urbes en cada uno de sus viajes. Y es que su cesta de la compra es más barata como lo es el transporte, el ocio, las tasas e impuestos municipales que no son tan “abusivos” y el precio de la vivienda que no es comparable al de la ciudad. Saludar con un: “buenas ¿qué tal? ¿qué pasa?” al entrar en un establecimiento público concede una familiaridad que de alguna forma te arropa, favoreciendo la comunicación entre vecinos. La mejora en la calidad de vida es una de las razones más contundentes para alejarse de las grandes ciudades. No solo porque se respira un aire mucho más puro en un ambiente alejado de la polución atmosférica, sino también porque es la mejor receta para eliminar cualquier cuadro clínico de estrés y ansiedad a los que están tan habituados los habitantes de las grandes urbes. Vivir en el campo es disfrutar de otro ritmo de vida mucho más pausado y consciente. Te da tranquilidad. Estar en plena naturaleza nos enseña a conocernos a nosotros mismos, a tener tiempo para meditar, tiempo para pararnos y observar, sin ruidos y sin estrés. Además, quien reside en estos lugares se beneficia de una alimentación más sana que puede ser obtenida incluso de sus propios huertos o espacios naturales. A mayores, el campo es perfecto para la infancia. Todo el mundo se conoce entre sí, la gente se saluda por la calle, los niños pueden desplazarse solos al colegio, a las actividades extraescolares, a casa de sus amigos, gozando así de una gran independencia. Nuestros pueblos están llenos de bellos paisajes y son como versos que se crean a sí mismos. Su horizonte es memoria más allá de sus límites, sostiene las huellas del pasado, reconstruye recuerdos o simplemente sigue fiel a la mirada que lo observa.

Por todo ello, hoy quiero y vengo a defender el concepto de pueblo, de villa, de aldea, aún dentro de los límites con los que el futuro parece querer desesperanzarnos. Vengo a defender su esencia, su trayectoria, su historia, sus valores, la vida con que llenó de experiencias, –hoy hechas recuerdos, hechas nosotros, al fin y al cabo–, a todos aquellos que en su día fuimos niños, jóvenes, afianzándose en nuestros corazones con las imágenes de la libertad que solo se halla en aquella inocencia y solo se vuelve a encontrar, por lo tanto, donde la recordamos más pura. En mi caso, en mi pueblo: Faramontanos de Tábara.

(*) Alcaldesa de Faramontanos de Tábara