Mucho antes de recorrer a pie sus páginas, me encontré con el Quijote en el Museo de Zamora. Tendría 6 ó 7 años. Un señor disfrazado de caballero andante desdibujó los contornos de la realidad y me hizo pensar en otros mundos, a la altura de mi imaginación. Volví una década después, ya en el instituto, y el recuerdo incandescente me impidió prestar atención al guía-robot. Mi mente alucinada quería toparse con el anciano destartalado, pero la infancia había acabado unos años antes.

Intento construir una biografía íntima que me una al lugar de los primeros fogonazos, y empieza en ese Museo. Después, me voy de Zamora para estudiar y la veo desde otros rincones. Suena el crujido de unas piedras y se alza una muralla. Me crece una ciudad por dentro y allí se mezcla la memoria viva con el deseo renacido. Cohabito con el cincel de Baltasar Lobo y el susurro irredento de García Calvo. Camino despacio y llego al portillo de la lealtad. Cruzo al otro lado y estoy en París. Ando por las calles parisinas con los ojos prestados del filósofo y llego a Montparnasse: en la tumba de Lobo, hay un hombre en bronce desgastado, que se deja caer sobre un bastón, después de un largo peregrinaje. Pienso en la incesante búsqueda y en mi generación, los hijos del desarraigo. Intento acallar al vértigo que acompaña al trampantojo de la libertad.

Para eso, me teletransporto hasta un pueblo cercano —es lo bueno de la imaginación, que no necesitas coche—: Palacios del Pan. En la plaza de azulejos rosas y blancos, los adultos representan una pieza de Jardiel Poncela. Sus adaptaciones, obra del alguacil del pueblo, fueron todo el teatro que vi cuando era niño. Un alguacil que sabe más de la lengua que los catetos de ciudad, muchos de ellos vagabundos adinerados.

Vuelvo a Zamora y Doña Urraca me deja entrar. Otra vez, estoy dentro de las murallas. Ahora, observo a una mujer que camina con la mirada perdida, incapaz de penetrar en cosa alguna. Es la alcañizana Margarita Ferreras, y escribe con tiza en el suelo: «huelo estas lilas/ y desandan mis venas/ la mitad de mi vida». Un olor que evoca una de sus imágenes infantiles, ahora también mía gracias a su lectura. Sé que fue una errante libre, que deseó y demostró que deseaba. Le pregunto por sus aventuras en el Madrid de los 30. No contesta y sigue manchándose las manos con palabras blancas.

Deambulo por Zamora, en un tiempo sin tiempo. Las ventanas del teatro Ramos Carrión están abiertas y vierten a la calle el sonido de un piano. Amparo Barayón es la intérprete y el público respira acompasado. Una atmósfera de armonía que se repite y no cesa en este mundo imaginario, contra el que nada tienen que hacer la pólvora y los fusilamientos. Sigo con el paseo y veo a un anciano que camina con las manos en la espalda. Unos dedos reumáticos, torcidos por el frío y la labranza. Un niño, quizá su nieto, va al lado del señor mayor e imita su gesto.

En una plaza cercana, Viriato escudriña el horizonte y despierta lo que de indócil se conserva en cada uno. Al lado, un edificio acoge una exposición de Antonio Pedrero. Me fijo en un mural: un bar, con sus rituales empapados de cotidianidad, y las venas hinchadas en el cuello de un cantaor. Uno de los rostros mueve los ojos. Es Claudio Rodríguez y, cuando se van los otros, declama unos versos de El cerro de Montamarta: «Tantos soles abrí a sus ojos, tantos meses, en pura/ rotación acerqué a sus cuerpos, tantos días/ fui su horizonte. Aún les queda en el alma/ mi labor, como a mí su clara muerte». Los pastos en los que me rebozaba de niño, donde me llenaba de pulgas y barro, también interpelaron al escritor. Un recuerdo siempre vivo que ahora se ensancha para acoger las palabras del poeta.

Salgo de la exposición y en la calle no hay nadie. Un silencio preñado de ruidos. Algunos, de alegría inverosímil, como los que vienen de los aficionados que cantan el 1-0 de Xaco al Barça. Otros suenan a derrota, como el de la anciana que ve el mapa de la despoblación en la tele. Zamora aparece de color rojo, casi negro. La abuela sale de casa y va a la Plaza de la Constitución. Se sienta junto a La Maternidad, de Baltasar Lobo, y le pide en voz baja que nazcan más niños o que todo salte por los aires.