Hace un año, el descenso en picado de los contagios de COVID, que llegó a cero casos algunos días de junio en Zamora, hizo concebir esperanzas de que la pesadilla tocaba a su fin, que lo peor de la pandemia había concluido. Por entonces, los datos aún adolecían de la información completa. Doce meses atrás, la pelea era contar con suficientes rastreadores para poder impedir la expansión del virus conforme se acercaba el verano y se iniciaba la movilidad tras el primer estado de alarma y el duro confinamiento de la primavera.

Los datos de incidencia con los que se calcula el riesgo a catorce días sobre cien mil habitantes no se generalizaron en las provincias hasta el mes de noviembre, después de lo que se llamó la “segunda ola”, cuando la relajación permitió al coronavirus extenderse, de nuevo, en otoño. Vendrían luego, la tercera y la cuarta ola. Pero, un año después, existe un rompeolas del que no disponíamos entonces: la vacunación masiva que esta semana ha dejado, por ejemplo, datos para la esperanza como la incidencia cero entre los mayores de 65 años de la ciudad de Zamora, una de las primeras en conseguirlas en Castilla y León junto con Ávila y Soria. El dato es aún más importante si se tiene en cuenta el alto porcentaje del colectivo sobre la población total. La mitad de los zamoranos ya cuenta con, al menos, una dosis administrada. Un tercio ha completado la pauta indicada. Con todas las dificultades del proceso, y con algunos altibajos en las cifras diarias, esperemos que, esta vez sí, la luz sea más clara.

Los mayores dieron el ejemplo, como lo están dando en esta semana los nacidos en la generación del “baby boom”, de las décadas de los 60 y 70 del pasado siglo, la primera que disfrutó del “desarrollismo” español en educación y oportunidades que ahora supera la cincuentena. Acudir a vacunarse a los centros establecidos tanto en Benavente como Zamora es formar parte de un hecho histórico. Y los ciudadanos de a pie que acuden al llamamiento lo demuestran con un orden impecable, solo comparable a la actitud que mantienen los sanitarios que aguardan más allá de la mampara, con una sonrisa detrás de las mascarillas, las jeringuillas preparadas y, a cambio, la confianza plena de los miles que, a diario, ofrecen su hombro en un acto que equivale a la expresión de arrimarlo para salir, entre todos, del agujero.

Como siempre, justo cuando más se necesita, ni consenso ni cogobernanza, que fue a lo que se apeló al final del estado de alarma

Si alguien quiere una demostración práctica de ejercicio de responsabilidad individual la puede encontrar en tantas imágenes que vemos estos días en las vacunaciones que se llevan a cabo para llegar, en pocas semanas, a la ansiada inmunización de rebaño. Decididamente, hay una parte de la sociedad que sí parece haber entendido el mensaje que encierra todo lo sucedido alrededor de la pandemia. No puede decirse lo mismo de todos, y menos de la clase política que sigue ofreciendo el mismo espectáculo decepcionante en momentos de tan alta responsabilidad. Eso sí que no ha variado en los largos meses transcurridos.

Basta escuchar a los que comparten esos minutos de precaución tras vacunarse para palpar el desconcierto que la emisión de juicios dispares, freno, marcha atrás y nuevo acelerón en medidas, el caos mayúsculo con unas y otras vacunas para hacerse una idea de lo que sucede en la calle. La conclusión es que la aplicación de tal o cual suero, las dosis, las fechas entre cada una de ellas, parecen haberse convertido más en decisión política que en criterio epidemiológico. La ciencia ha demostrado, una vez más, que la solución es colectiva y los investigadores, hastiados del panorama, no han dudado en señalar a la falta de entendimiento entre los políticos como el mayor obstáculo en esta lucha, aún sin final, contra el COVID-19. Oír a eminencias como Margarita del Val u Oriol Mitjá cuestionando abiertamente las actuaciones de quienes tenían a su cargo la gestión de la pandemia, hasta el punto de señalar que los científicos ya tenían clara la amenaza mientras los políticos intentaban digerirla, resulta, sencillamente, descorazonador. E increíble que el sainete se repita, de nuevo, a raíz del fin del estado de alarma, “desalarmado” por quien antes lo defendían y la oposición de quienes anteriormente lo rechazaban.

El Gobierno central vuelve a pasar la pelota a las comunidades autónomas y, cuando la desescalada avanza, recoge hilo para frenar el fin de las restricciones que se van imponiendo, en el ámbito competencial que se les supone otorgado, pero con el sesgo del “obligado cumplimiento” de las normas de un Consejo Interterritorial de Salud que, una vez más saltó por los aires con la conclusión de que cada cual hará lo que considere. Castilla y León, que se abstuvo en la votación del Consejo, llama de nuevo a retomar el diálogo y el acuerdo. Pero, como siempre, justo cuando más se necesita, ni consenso ni cogobernanza, que fue a lo que se apeló al final del estado de alarma.

Y eso sucede a las puertas de un verano que se antoja de mayor recuperación económica con el despegue de los sectores que más han sufrido las consecuencias de los ERTE y de los Eres. Más de mil zamoranos siguen atrapados con sus trabajos en suspensión indefinida vinculados a una hostelería y a un comercio exhaustos. En su último informe, Cáritas señala el aumento alarmante de la pobreza extrema. En Zamora, la entidad diocesana ha empleado casi 11 millones de euros, un coste cuatro millones superior al presupuesto de la tercera población de Zamora, Toro, para atender a más de 13.000 personas cuyas necesidades eran comer o pagar la luz. “Seamos más pueblo”, es el lema de la Iglesia para este domingo, Día de la Caridad. Para algunos podríamos añadir también el de “pisemos más la calle” y menos las alfombras de los despachos de los que tejen tanta estrategia partidista, que no política.