Sales contento de los exámenes de selectividad. Dentro de poco, tendrás una nota. No elegirás filología clásica porque tu profesora de latín ha dicho que no tiene salidas. Y lo ha dicho con un tono que ha sonado a desgarro y caricia después. Sigues traduciendo La Guerra de las Galias, con agilidad adquirida y desaliento. Tampoco estudiarás filosofía. La maestra de ciudadanía os puso unos deberes peculiares con 13 años: hacerse unas cuantas preguntas antes de ir a la cama. ¡Y qué preguntas! El insomnio encontró su hueco debajo de las sábanas. Los listos de ciencias quieren ser médicos. Los de letras, abogados. Pues eso, ¿no? Prefieres revolcarte en las etimologías de palabras recién estrenadas y buscar nuevos asombros en las entrañas del lenguaje. Pero también hay que ganarse el pan. ¿Vocación o conveniencia? Educado en la ética del esfuerzo, optas por lo segundo: derecho, sí.

Y ya dejaste de ser un niño hace tiempo, pero ahora piensas más en la infancia. Un niño que leía las revistas del corazón de su madre en busca de un apartado: ¿Sabías qué…? Curiosidades sobre hombres árbol, el español que descubrió el sistema circulatorio, las veces que aletea un colibrí por segundo y otros datos inútiles. No importaba tanto lo que aprendías como el hecho de aprender: saber algo que antes ignorabas, parecerte a los señores mayores que hablaban tan bien.

Derecho, al final. Si no te gusta, podrás cambiar en un futuro. Aprendes algunas frases en latín en derecho romano. Magnificas ese detalle nimio para convencerte. Y te convences. Te convencen los otros, que aplauden mucho. ¿A quién no le gusta un aplauso? Hay profesores muy buenos que casi te contagian el gusto por la ciencia jurídica. También está la señora que disimula su falta de conocimientos con perfume de jazmín y collares extravagantes. Tan seria y negligente. Ay. Allí seguirá el señor de los power points interminables: con un tono muy bajo y un parpadeo de ojos ralentizado. No se te ocurre otra escena mejor para conciliar el sueño. Zzzzz. Al final, cuatro años agradables: estudias derecho, vas a congresos muy variados, participas en debates, te dejas enredar por la noche salmantina y aparecen las dudas el último año.

Unos a trabajar y otros a opositar. Siempre has visto el estudio como un pequeño refugio, una cápsula insonorizada en la que estar a solas con las letras vivas. Trabajar es monetizar ese saber, ponerle un precio. Es lo que toca. Y te lo dices en tu cabeza varias veces: es-lo-que-toca. Pero no te convence. Pues a opositar: memorizas cantidades ingentes de artículos y los sueltas como un lorito. Al final, ves que el destino es casi el mismo. Las salidas esas de que tanto hablaban te llevan a un lugar común: trabajo, trabajo, casa, coche, vacaciones veraniegas en un resort mexicano y piña colada maloliente. Y tú no quieres eso. ¡Tú querías estudiar! ¿Por qué siguen aplaudiendo?

El verano de los 18: te sacas el carnet y coges el coche de un familiar. Vais en busca de un atardecer superlativo: nubes rosadas y un agujero entre ellas, aprovechado por un rayo de sol para evocar algo que aún no puedes ver. Te equivocas de camino y las jaras empiezan a rasgar las puertas y cristales. Y alguien exclama: ¡No es por aquí! Aún puedes reproducir en tu cabeza el sonido chillón y agudísimo del metal quejumbroso.

¡No es por aquí! Vuelve a sonar cinco años después, delante del Código Civil. Las cosas cambian, aunque sigues estudiando algo parecido. Te organizas de otra forma y sacas más tiempo para leer a Nabokov. Aún hay mucho que aprender de los vivos, pero las lecciones más convincentes las encuentras en los oficialmente muertos: Walter Benjamin, García Calvo, Russell o Gógol. Lo que dicen alimenta esa curiosidad primigenia, ese deseo de aprender que no se desvanece. Quizá, por aquí sí. Por aquí mejor.